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Columna
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Voz de mujer

Sonaron voces de mujer el miércoles pasado en la vetusta biblioteca de Bidebarrieta, dentro de la Semana de la Poesía que cada año se realiza en Bilbao. Se celebra el 25 aniverario de la revista de poesía Zurgai, que dirige con mano indesmayable Pablo González de Langarica casi desde el principio de los tiempos.

El acto coincidía con la presentación del número monográfico titulado lo mismo que este artículo: Voz de mujer. Y sonaron las voces de dos autoras emblemáticas en la poesía -y en la literatura- escrita por mujeres a lo largo de las últimas décadas: Ana Rossetti y Blanca Andreu. La vieja diosa blanca y la niña de provincias que dejó de vivir en un Chagall para irse a A Coruña, leyeron sus poemas en Bilbao.

Escribía Estanislao María de Aguirre en su espléndida biografía sobre Gustavo de Maeztu que ser poeta en Bilbao era algo parecido a ser un tipo verde con un ojo en la frente. Es decir, un marciano.

Escribir en Bilbao, en los comienzos de los años veinte, era ser un marciano o cosa parecida. Cosa mala. Una manía pasajera, como mucho, de ociosos balandristas o hijos descarriados de plutócratas. Cualquiera que no tuviese una oficina y un oficio decente, es decir, un oficio que diese dinero y, por lo tanto, respetabilidad, era alguien sospechoso. No era asfalto abonado el de Bilbao, no vamos a engañarnos, para escribir poesía o pintar cuadros como los del magnífico Gustavo de Maeztu.

No lo era entonces, en los días dorados de Aguirre y su cuadrilla, ni lo es hoy, en estos días de mudanza y titanio que a menudo parece confundirse con el papel albal. No es extraño, por tanto, que hayan durado casi siempre poco las escasas aventuras editoriales surgidas en Bilbao. Salvo el caso de Hermes, sólo una cabecera, la de Zurgai, ha conseguido convertirse en algo más que una romática tentativa de un grupo juvenil de escritores. Hacer una revista de poesía en Bilbao, y que la empresa dure veinticinco años y que no muestre síntomas ni de arterioesclerosis ni de anemia, es algo que, realmente, roza lo milagroso.

No es normal en Bilbao dedicarse a sostener revistas de poesía, porque, como decíamos, nunca ha sido demasiado normal dedicarse a escribir poesía. Nos encontramos, inevitablemente, con el hombre con un ojo en la frente pintado por Aguirre. Escribir poesía en Bilbao era ser un marciano, y los marcianos acababan, claro, en planetas lejanos como la Salamanca de Unamuno, el París de Larrea, o el Madrid de nuestro más cercano Blas de Otero.

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Pero había, sin embargo, algo aún peor visto y más difícil que ser poeta en Bilbao. Me refiero al suceso de que en Bilbao una mujer escribiese poesía. Lo más que se podía permitir nuestra villa era aceptar modosas poetisas amateurs como doña Rosario Mazas Orbegozo, la ilustre bisabuela de Rafael Sánchez Mazas, coautor del Cara al Sol, ministro sin cartera de Franco y notable ensayista divagatorio. Hasta la aparición de la gran Ángela Figuera no podemos decir que Bilbao diera un poeta de primera fila.

Uno de los primeros números de Zurgai, por cierto, estuvo dedicado a rescatar la voz y la memoria de la autora de Belleza cruel, el libro que hizo desdecirse el mismísimo León Felipe y admitir que, en efecto, ellos no habían podido llevarse la canción al exilio, dejándoles la casa y la pistola como toda herencia a los que se quedaron.

Desde que hace veinticinco años se publicó el primer número de Zurgai las cosas han cambiado: quiero decir las cosas en lo que toca a la poesía (y la literatura) escrita por mujeres en Euskadi. Parte de la mejor literatura que hoy se escribe en castellano está escrita por algunas autoras vascas como Julia Otxoa, Luisa Etxenike, Eli Tolaretxipi o María Eugenia Salaverri. Todavía tienen que demostrar sus excelencias y soportar no pocas exclusiones. Sin embargo, tengo para mi que la fuerza del número, aún más que la del género, acabará imponiéndose como profetizó Marco Ferreri.

Eso será cuando Zurgai publique, dentro de otros veinticinco años, un número titulado Voz de hombre.

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