Estado de incertidumbre
CUMPLIMOS HOY nuestra cita número 10.000 con los lectores. El cuaderno de ruta marca 28 años, 5 meses y 14 días desde aquel 4 de mayo de 1976 en que iniciamos una travesía incierta, con una determinación que a algunos sonó a arrogancia, a bordo de un periódico de 48 páginas. Puede parecer poca cosa ante la fronda de papel que ahora ofrece EL PAÍS, pero en aquel primer número estaba enunciado cuanto hemos hecho bajo esta cabecera que nos define y que debe su alumbramiento a un grupo de gentes -todo lo más unos pocos cientos de intelectuales, empresarios, periodistas, profesionales de diversas ramas y también unos pocos políticos— que en el franquismo tardío entendieron que un periódico independiente, sin vínculos con el pasado inmediato, era una herramienta imprescindible para facilitar un rápido tránsito a la democracia y la modernidad.
Nunca hemos creído que la democracia sea una vestal libre de impurezas, ni un sistema que garantice el acierto de los gobernantes
El fundamento de la prensa de calidad será siempre: información en profundidad sobre asuntos de interés público, análisis inteligentes y opiniones fundadas
Los periódicos han sido siempre artefactos de uso múltiple, y sátrapas de toda condición han hecho abuso ilimitado de ellos, pero el desarrollo de la democracia es inseparable de la existencia de una prensa libre. A falta de partidos o sindicatos legalizados, con una arquitectura política que el franquismo mantenía intacta, EL PAÍS quería convertirse en una plataforma que canalizara un diálogo plural de la sociedad española desde la defensa radical de las libertades civiles y los derechos humanos. Seguramente con no pocos errores, pero también sin falsas modestias, creemos haber sido fieles a este compromiso. Nuestro mejor aval son los dos millones de personas que nos leen a diario en una relación no exenta de discrepancias y aun de enfados. No está de más recordarlo ahora que tanto se escribe sobre la pérdida —cierta— de influencia de los periódicos en esta sociedadmultimediática que estamos alumbrando y que para algunos es el pórtico de la muerte más o menos inminente de los periódicos en su versión actual.
Nos ha tocado vivir tiempos de cambio. A los que ha registrado nuestro país hemos contribuido en la medida que pueda corresponderle a un periódico. Hemos pasado de una dictadura a una democracia plena, del aislamiento internacional a la total integración en Europa y a desempeñar un papel activo de potencia media en las organizaciones internacionales, de un Estado centralista ineficiente a un Estado autonómico capaz de responder a sentimientos plurales de identidad, de una economía cerrada y escasamente competitiva a una relativa opulencia. La mujer se ha incorporado masivamente al mercado laboral aunque subsistan desventajas nada insignificantes, las leyes civiles han incorporado el divorcio y el aborto, y muy pronto quedará borrada por ley la discriminación de los homosexuales a la hora de contraer matrimonio.
Como botón de muestra de este cambio baste recordar que el número 1 de EL PAÍS abría su primera página con un informe del Parlamento Europeo en el que expresaba su voluntad de dar la bienvenida a España al seno de las Comunidades Europeas, condicionada a la implantación de "un régimen auténticamente democrático", con el restablecimiento de las libertades individuales, políticas y sindicales. Apenas dos días antes Salvador de Madariaga había leído al fin, con cuarenta años de retraso, su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en el que no pudo sustraerse a hablar sobre el exilio -él prefirió hablar de emigración política— como una condición casi obligada para muchos españoles a lo largo de los siglos. También aquellas páginas reproducían las cuartillas de un exiliado insigne, Rafael Alberti, que no habían podido ser leídas en un homenaje a otro poeta trasterrado, León Felipe, porque la autoridad gubernativa había prohibido el acto. Este país de exilio y emigración ha pasado a ser de inmigración y asilo.
Entonces, como ahora, teníamos unas pocas certezas que nos han servido de guía en tiempos de mudanza. Nunca hemos creído que la democracia sea una vestal libre de impurezas, ni un sistema que garantice el acierto de los gobernantes. Es, eso sí, el único método que garantiza la soberanía de los ciudadanos y su derecho a poner y quitar gobiernos mediante el sencillo procedimiento de depositar su voto en una urna. Esa convicción se puso particularmente a prueba el 23 de febrero de 1981, cuando EL PAÍS sacó a la calle una edición especial en defensa de la Constitución —esto es, de la democracia— mientras el teniente coronel Tejero mantenía secuestrados al Gobierno y al Parlamento, y se había asignado a una columna de tanques la misión de ocupar las instalaciones de EL PAÍS en Madrid.
En democracia hay más incertidumbre que felicidad. Las mayorías legitiman al gobernante pero no le dan un voto en blanco y le someten a reválida cada cuatro años tras un escrutinio continuo. Las últimas elecciones generales del 14 de marzo demostraron una vez más que no hay hegemonías permanentes y que un partido puede pasar de la mayoría absoluta a la oposición. Asignar ese vuelco a concertaciones conspiratorias casi telúricas sólo revela una desconfianza inquietante en la autodeterminación de los ciudadanos.
Ha cambiado nuestro entorno más inmediato, pero ha cambiado también el mundo. La bienvenida inicial del Parlamento Europeo tardaría aún diez años en materializarse en un tratado de adhesión plena que defendimos desde nuestros inicios. Era aquella una Europa a doce que desde el pasado 1 de mayo integra a 25 países, ocho de ellos llegados desde más allá de lo que entonces se conocía como el telón de acero y que en 1989 se desmoronó como si fuera de arena. Fue un momento auroral para millones de europeos a los que los acuerdos de Yalta habían sometido al imperio de una Unión Soviética petrificada que aún tardaría dos años más en desmoronarse. Su propia experiencia posterior pone de manifiesto que sólo la democracia garantiza los derechos y libertades de todos los ciudadanos, aunque no asegure el acierto de los políticos libremente elegidos. Esta Europa a 25 se ha dotado de un tratado constitucional cuya ratificación no está exenta de dificultades. La moneda única y los mecanismos de cohesión acordados en la cumbre de Edimburgo, que han contribuido con un billón de pesetas a la prosperidad española, nos reafirman en nuestra convicción de que la integración en Europa ha sido la operación más rentable, no sólo en términos económicos, que haya hecho nuestro país.
Resulta por lo demás sorprendente que el primer ejemplar del diario mencionara ya a Turquía, junto con Grecia, Portugal y España, como aspirante a ingresar en la Comunidad Europea. Hay cuestiones que parecen estancarse en el tiempo en contra de cualquier aceleración histórica. Así ETA, que dejaba la huella del asesinato de un guardia civil en Legazpia (Guipúzcoa), anticipo de los casi 800 que le han seguido, impermeable a todas las voces que exigen su desaparición. Un extenso reportaje bajo el epígrafe 'Sáhara, año cero', titulado Madrid: un acuerdo para la discordia, registraba otro conflicto que aún perdura. El nuevo Gobierno ha decidido ponerse manos a la obra para tratar de buscarle una salida en el marco de Naciones Unidas, en un movimiento diplomático audaz no exento de graves riesgos.
El derrumbe en cadena de los regímenes comu nistas resulta para muchos inexplicable sin la progresiva invasión de antenas parabólicas de televisión, que cada día introducían en millones de hogares la imagen de un Occidente próspero frente a las carencias propias, no sólo económicas. Fue un efecto colateral en cierta medida inesperado de una revolución tecnológica que estaba apenas en sus inicios y que nos ha conducido en poco más de quince años a lo que se define ya como una nueva civilización.
Con ocasión del número 5.000 de EL PAÍS (28-12-1990), Manuel Castells esbozaba bajo el título "sociedad informacional" un certero anticipo de la nueva frontera tecnológica que empezaba a cruzarse y que conocería un desarrollo prodigioso a partir de la segunda mitad de los noventa. El precursor de Internet era todavía una pista privada de servicios militares y unas pocas comunidades científicas; Tim Berners-Lee había inventado apenas un año antes el protocolo básico de las páginas web, que hoy pueblan la Red por cientos de millones.
Ni es prodigioso todo lo nuevo ni el balance será tan tremendista como pronostican sus detractores. Desde las tablillas mesopotámicas hasta la imprenta de Gutenberg, todos los avances en los sistemas de codificación y transmisión del conocimiento han traído a la larga progresos en la democratización del saber humano. Veintisiete siglos después de la invención del alfabeto, cientos de millones de seres humanos desconocen cualquier sistema alfabético, y no por ello consideramos que el alfabeto haya sido regresivo en la historia de la humanidad. Es cierto que el acceso o no a Internet está abriendo brechas crecientes entre países y grupos sociales, pero también lo es que de todas las revoluciones científico-técnicas, la digital es la que tiene menores costes relativos de implantación y permite incorporarse a sociedades que ni siquiera han conocido la revolución industrial. Un ordenador y una conexión telefónica permiten acceder a los conocimientos más avanzados desde cualquier universidad africana que no podría financiar una biblioteca básica. Contribuir a ampliar las redes de telecomunicaciones del tercer mundo es, a juicio del padre de las páginas web, una obligación que los países desarrollados deberían asumir como la transferencia más efectiva de recursos para combatir la lacerante desigualdad en el mundo.
Esta sociedad global ya tiene su reverso atroz: el ataque terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York, cuya estela posterior golpeó con saña el corazón de Madrid el pasado 11 de marzo. Nunca ningún acontecimiento había congregado tanta y tan aterrada audiencia como la transmisión en directo al mundo entero de la tragedia del 11-S. El teléfono móvil, tal vez el símbolo más universal de esta nueva civilización, fue en los trenes de cercanías de Madrid el activador de las bombas. Este hiperterrorismo que no vacila en apelar al suicidio de sus militantes ha despertado en las sociedades democráticas peligrosas pulsiones autoritarias. Bajo la máscara de la igualdad construyó la URSS uno de los regímenes totalitarios más sangrientos. Superado aquel falso dilema igualdad-libertad, los grupos neoconservadores que dominan la Administración de Bush exigen ahora sacrificar algunas libertades ante el nuevo Moloch de la seguridad. En el juego de las utopías siempre acaba padeciendo la libertad.
Al igual que hicimos en 1990 con ocasión del número 5.000, hemos querido sondear el estado de ánimo de nuestros lectores. El nuevo milenio inspiraba una relativa euforia que parece haberse enfriado. A diferencia de entonces, los pesimistas (42,9%) superan hoy a los optimistas (39,8%), y también los que creen que en los próximos diez años habrá más guerras en el mundo y más desigualdad entre países ricos y pobres. Aun así, el 36% opina que habrá más libertad, y un tercio considera que la vida será más agradable para la mayoría. En contraste con esta relativa apatía ante la evolución delmundo, los lectores de EL PAÍS se muestranmuy confiados ante el progreso que registrará España en cuestiones como los derechos de la mujer, la educación pública, la sanidad, el nivel de vida, la conservación de la naturaleza, el terrorismo de ETA y el paro. No así en la mejora de los valores morales y el civismo, la delincuencia y, principalmente, el terrorismo internacional.
En este número 10.000 hemos tratado de analizar algunos de los desafíos que nos plantea este mundo en vertiginoso cambio, sin excluir los que atañen al trabajo de quienes nos dedicamos a hacer periódicos. ¿Tiene sitio esta antigua especie en el ecosistema digital que no obedece a ningún horario y devora de continuo un menú múltiple de imágenes, sonidos y textos? A este propósito recuerdo la intervención de Hugo Bütler, director del Neue Zürcher Zeitung, en el seminario que sobre el futuro de los periódicos organizamos con ocasión de los 25 años de EL PAÍS. Después de señalar no sin ironía que su periódico había celebrado sus bodas de plata en el año 1805 —empezó a publicarse nueve años antes de la Revolución Francesa—, expresó su convicción de que el fundamento de la prensa de calidad, sobre papel o a través de servicios on line, seguirá siendo idéntico al que siempre ha tenido en su ya larga competencia con otros medios: información en profundidad sobre asuntos de interés público, análisis inteligentes y opiniones fundadas. La misma receta que prescribiera José Ortega y Gasset en 1931: "Es preciso que la prensa haga un enérgico esfuerzo, poniendo orden en su información, dejándose de estúpidas persecuciones personales y dibujando cada día en las mentes de sus lectores claras líneas jerarquizadas que hagan vislumbrar el edificio de la nueva España".
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