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Columna
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Violencia en marcha

"He crecido y al mismo tiempo me he vuelto más pequeño", escribió Robert Walser. Una de esas frases múltiples, inagotables que hoy quiero leer como sinónimo de la circularidad de la vida. La vida avanza hacia su terminación sin abandonar nunca su principio. Envejecemos, resistiéndonos a la fatalidad de dejar de ser niños, intentando preservar alguno de los rasgos de nuestra propia infancia, o de nuestra propia idea de la infancia. Yo me resisto a no entenderla como confianza e inocencia. He crecido y al mismo tiempo no puedo dejar de confiar en que los niños son inocentes, es decir, mantienen con la crueldad o el mal una relación muy diferente de las de los adultos. Una relación distante, borrosa; de la manera más esencial, ajena. Lo que no quiere en absoluto decir que los niños sean inofensivos, ni que haya que frivolizar sobre las consecuencias de sus acciones. La inocencia no se aplica al hecho sino al acto. No es ausencia de agresividad sino de responsabilidad cabal. O si se quiere, supone una responsabilidad sólo segunda. La primera les corresponde a los adultos. Cuando un niño hace daño o es cruel, la cadena causal de su violencia se ha iniciado en otra parte, fuera de él. El sólo se ha incorporado en marcha, a una violencia en marcha.

Estamos hablando mucho del suicidio del joven alumno de Hondarribia. Es lo menos que le debemos a esa muerte de tantas maneras -temporales y espaciales; en acción o desatención- escandalosa. Y también le debemos un encuadre verdadero, que tenga en cuenta sus aspectos generales (el bullying es otro producto globalizado) pero también sus particularidades locales. El suicidio de Jokin podía haber pasado en cualquier parte, pero ha sucedido aquí. Y vuelvo a la cadena de violencia de la que esos bullers adolescentes son sólo un eslabón. La justicia se encargará de aclararlo y ponerlo en su sitio ( y no es poco síntoma de enfermedad global el que cada vez más noticias vinculen niños y tribunales). Pero los alumnos del Instituto Talaia son sólo una pieza, una anilla. La cadena completa de esa violencia, de la fuente a las desembocaduras lamentables, la forman actos o renuncios adultos.

Somos los adultos quienes instauramos o consentimos una exhibición obscena, estruendosa, de acciones violentas a través de los medios de comunicación y de los soportes técnicos más y peor frecuentados por los menores. Mientras nuestros niños se forran de asaltos, atropellos, porno-sexo, sangre, arsenales y casquería; los mayores discutimos. Debatimos, solos o expertamente asesorados, acerca del impacto de toda esa basura sobre la conducta infantil. Los publicistas y los padres compradores ven clara la influencia de los anuncios sobre las mentes y voluntades tiernas. En cambio, el efecto pernicioso que en un niño puede tener la visión de miles de actos violentos (cuerpos reventados, mujeres violadas, más tiros que en la guerra; la propia guerra, vejaciones verbales sin límite) sigue siendo materia de controversia y duda. ¡Por favor! O para cuándo la aplicación al menos del principio de precaución.

Pero la confusión premeditada de los valores, el desprecio de la autoridad (autoritas), la babelización del léxico de la convivencia civilizada, la movilidad cínica de los límites; la apropiación interesada de las reglas del juego, son también rasgos de nuestro mundo, construcciones adultas y eslabones , a mi juicio, de la misma cadena causal. Ese es el contexto -a la vez caldo de cultivo y escenario- donde se ejerce el bullying. Contexto que en Euskadi tiene sus rasgos propios. Vivimos aquí sobrados de ejemplos, visibles y públicos (desde el poder público) de desafío alardeado de las reglas del juego y de la legalidad; de sustitución de las mismas por una supuesta, y por lo tanto incontrolable, legitimidad autóctona. De confusiones entre víctimas y verdugos (la última entrega, en Eskoriatza); de diferencias ( y no de detalle) a la hora de condenar abstractamente la violencia o de enfrentar concreta y singularizadamente a los violentos. Ese es el paisaje donde se sitúa lo sucedido en Hondarribia. El extravío que esos bullers se han encontrado en marcha.

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