Palabras, palabras, palabras
Me pregunto qué estaría pasando por la fantasía de Ana Botella cuando dijo eso de "Un hombre y una mujer es una cosa, dos hombres es otra cosa y dos mujeres es otra cosa, como supongo que un trío (¿un trío?) también será otra cosa". Botella ha conseguido hacer volar nuestra imaginación y que continuemos cavilando por nuestra cuenta: tres hombres, tres mujeres, dos hombres y una mujer, dos mujeres y un hombre, tres mujeres y un hombre, cuatro hombres y una mujer, ocho mujeres y dos hombres. Cuántas posibilidades que no habíamos contemplado. Gracias, Ana.
De todos modos, no cantemos victoria porque con esta festiva declaración nuestra concejal sólo quería ilustrar su crítica a la adopción de niños por parejas homosexuales, detalle que en ella resulta tan poco sorprendente como un pañuelo de Loewe. Lo que sí llama la atención es la gran preocupación léxico-semántica que desprenden tales palabras. Y aquí apelo a mi admirado Humberto López Morales, secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española, por si aún hay tiempo de retocar el esperado Diccionario Panhispánico de Dudas. Porque, vamos a ver, ¿a qué llamamos matrimonio? Un hombre y una mujer se casan y son matrimonio, pero dos hombres o dos mujeres se casan ¿y también son matrimonio? En este punto ella introduce una duda lingüística: "No creo que tengan que denominarse igual dos realidades diferentes". La verdad es que se diría que en lugar de en el Ayuntamiento de Madrid se pasa la vida en congresos de filología.
Tal vez de una inquietud semejante a la suya por el lenguaje haya surgido la palabreja "metrosexual", que suena a Chiquito de la Calzada, y cuyo significado el personal no acaba de captar. Para unos designa a hombres preocupados por el tamaño de su "realidad sexual". Para otros, sería el que viaja mucho en metro y, entre trayecto y trayecto, va tomando conciencia de su parte femenina. En qué complicaciones nos metemos. No me extraña que las 22 academias del español hayan visto la necesidad de poner un cierto orden en el uso del idioma para que al menos en algún uso de nuestra vida sepamos a lo que atenernos. Lo cierto es que las palabras hombre y mujer parece que remitan a las "realidades bíblicas" de Adán y Eva, desde cuyos orígenes el mundo ha dado tantas vueltas y se nos han agitado tanto las hormonas que cuando en los formularios que de continuo hemos de llenar se nos ofrecen esas dos únicas casillas con una V y una M, más de uno se siente confundido: "¿Qué tendré que poner, lo que parece que soy o lo que siento que soy?". Es evidente que dichos vocablos son demasiado radicales y que exigen continuos matices. Seguro que estará de acuerdo cualquiera que haya visto en el programa de televisión Redes, dirigido por Eduard Punset, a científicos de solvencia explicar que no existen machos y hembras puros, sino que todos somos en mayor o menor medida una mezcla de ambos. Ah, y que también hay carneros gays. El caso es que este hecho científicamente probado nos conduce a pensar que de igual forma habrá carneros metrosexuales y que por la selva, la sabana y el parquet de los pisos estarán corriendo en estos momentos "realidades diferentes" de leones, ciervos, guepardos, gatos y perros. O sea, que si el mismo reino animal irracional no es "sano" según la competencia lingüística del arzobispo de Toledo (dice que la legalización de matrimonios homosexuales va en contra "de una sociedad sana"), ¿cómo vamos a serlo nosotros, que somos más animales que nadie?
Querrá esto decir que el mestizaje o el hibridismo comienza en la propia sexualidad antes que en el color de la piel. Lo que me hace temer que bajo la aparente intención de Ana Botella por ampliar nuestro vocabulario se esconda el miedo precisamente a la diferencia, y que el deseo de nombrarla de forma distinta exprese el propósito de apartarla, eso sí, con todo respeto.
La cuestión es que no hay ninguna base razonable para pensar que un modelo de familia formada por un hombre y una mujer sea mejor que la formada por dos del mismo sexo. ¿Por qué es mejor, porque es lo que hemos visto siempre? A nadie se le ocurre pensar que un niño no esté en una familia adecuada porque viva sólo con el padre o la madre. Ni siquiera el argumento de la reproducción convence porque, como ya han anticipado algunos expertos, dentro de cien o ciento cincuenta años ninguna mujer tendrá que pasar por el suplicio del parto. Hasta entonces siempre nos quedará el Diccionario de Dudas.
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