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Columna
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El país de los burros

He tenido que explicar, recientemente, a unos americanos y a unos madrileños por qué tantos catalanes llevan la efigie del burro decorando su automóvil. No ha sido fácil. Claro que tampoco es fácil razonar por qué cuando abrimos un grifo sale agua, aunque esto es algo que ya nadie pregunta. Hay cosas que se dan por hechas: es lo que sucede aquí con el burrito aparecido, como por arte de magia, en los últimos meses hasta convertirse en un fenómeno que llama la atención de los forasteros y acaba definiéndonos como el país de los burros.

¿Es el burro un símbolo político? ¿Un reclamo ecológico? ¿Una campaña publicitaria? ¿Una simple moda? ¿Por qué en Cataluña los coches llevan burros junto a la matrícula?, me han preguntado. A ninguno de mis interlocutores foráneos se le ha ocurrido indagar si el burro en cuestión es un signo de identidad. Y mucho menos que sea una respuesta autóctona a un animal presuntamente hispánico, como es el toro, popularizado en su esquema visual por una marca de coñac. Tampoco les ha pasado por la cabeza que el burro sea una simple broma, una ironía muy catalana o una forma inocente de singularizarse.

Evidentemente, mis amigos foráneos desconocían que hubiera una específica raza de burros catalanes que estuvo en trance de extinción hasta que un nacionalista de Berga -Joan Gassó- rescató algún ejemplar macho de unos cuarteles de L'Hospitalet y, en los años ochenta, abrió un singular criadero simplemente por hacer realidad el fer país de Jordi Pujol y por mostrar que Dios bajó a la tierra montado en un burro, catalán por supuesto. Esos burros -una de las tres razas puras catalanas junto con las gallinas de El Prat y el gos d'atura- del Berguedá fueron calificados en su momento por la televisión alemana como "el hecho más insólito de Europa" y su semen se exportaba ya entonces a Estados Unidos, Suiza y Rusia. Los burros tenían su árbol genealógico en regla y eran una preciosidad de animales que nada tienen que ver con la espantosa pegatina pospujolista hoy tan popular.

Mis amigos extranjeros se asombraban de estas explicaciones y, acto seguido, me preguntaban: "Pero ¿dónde están los toros?". Efectivamente, la famosa imagen del toro es un exotismo en Cataluña. Hace poco me llamó la atención ver un taxi de Barcelona con una pegatina del toro, seguramente como respuesta a las del burro. Así que el proceso de acción-reacción toro (imaginario)-burro (real)-toro (real) puede estar en marcha; otra preocupación gallinácea. Los americanos recordaron haber leído en Estados Unidos que Barcelona era una "ciudad antitaurina", lo cual abrió un complejo capítulo de explicaciones sobre el funcionamiento democrático del municipio y la tradición catalana de la fiesta de los toros. Concluyeron lo lógico: éste es un país muy suyo, con extrañas relaciones con los animales.

Por suerte, ni mis interlocutores americanos ni los madrileños conocían el lío organizado con los animales de circo ni la polémica originada sobre la prohibición legal de su exhibición. Lo cual es todo un intento de abolicionismo radical que se queda -como suele ser norma- en un quiero y no puedo: aquí hay un zoológico y nos alimentamos de animales, como todo el mundo. Mis amigos, pues, siguen convencidos de que ésta es una ciudad abierta, cosmopolita, interesada por la cultura de altos vuelos y cuna de genios transgresores preocupados por el avance de la humanidad en general. De puertas adentro, la cosa ya es más discutible. El vuelo gallináceo, al que aludía Josep Pla como vicio catalán, toma hoy una inquietante envergadura. Es lo propio de conservadores vergonzantes que se tienen por liberales y vanguardistas. El pospujolismo aflora así en envolvente tufo ñoño. Tenemos un problema gordo: ¿nos encantan las tonterías o ni siquiera nos damos cuenta de ellas?

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