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'Deconstruir' la vejez

Joan Subirats

Seguimos manejando conceptos como el de la vejez desde categorías que son cada vez más obsoletas. La gran mayoría de noticias e informes que circulan sobre las personas mayores están elaborados desde una concepción industrialista que transpira una estrecha visión de rentabilidad económica de las personas. Preocupa el aumento incesante de los mayores de 65 años. Preocupan su proliferación y la carga económica que ello implica para los aún productivos. Preocupan los efectos que ello tiene sobre las personas activas que deberán asumir ese gran número de dependientes. Preocupa el gran impacto sobre la sanidad que generará esa legión de mayores con una salud en declive. Las buenas noticias aparecen desde la perspectiva tambien industrialista y económica. Su gran número permitirá generar nuevos servicios, nuevos yacimientos de empleo, nuevas personas que podrán ejercer de cuidadores de la dependencia. La gran cuestión es saber si los beneficios superarán las pérdidas.

El editorial del pasado martes de EL PAÍS nos advertía que si en 1965 la proporción de mayores de 65 años era de uno de cada 20 habitantes, en 1992 era ya de uno de cada 10, y hoy, con más de siete millones de personas mayores, representan uno de cada siete españoles. Esas cifras se acompañaban de una llamada urgente a regular y financiar los temas de dependencia para aliviar las sobrecargas familiares femeninas que implican, dado lo poco significativas que son las cifras de mayores dependientes atendidos por los servicios sociales públicos. Hay poco que oponer a ello. Pero convendría tratar de enmarcar esos asuntos en un esquema de análisis que no prejuzgara y estigmatizara tanto a un gran número de personas por el hecho de tener más de 65 años.

Desde los valores propios del industrialismo y de la idea de utilidad sólo vinculada a lo que el mercado entiende como tal, una persona mayor es una persona improductiva, inútil, en declive personal, y que lo mejor que puede hacer es apartarse de la vida activa, descansando y asumiendo de manera natural su retiro, su decadencia. La sociedad decidió hace tiempo (desde la Prusia de Bismarck, cuando la esperanza de vida no superaba los 50 años) que a los 65 años se era merecedor de los esfuerzos redistributivos y paliativos que el conjunto de contribuyentes, de útiles, podía realizar para compensar los sacrificios de las generaciones precedentes. Al que empezaba a perder su libertad le premiábamos con más igualdad. El problema es que todos los criterios del industrialismo nos han ido abandonando y hemos logrado ir modificando muchos de nuestros viejos paradigmas, pero el de la ancianidad ligada a la decadencia y a la dependencia sigue anclado ahí.

Hemos empezado a aceptar que ya no hay una edad para estudiar y otra para trabajar, ni una edad para ser joven y una para ser adulto. Estamos en la sociedad de la formación permanente, del reciclaje continuo. Estamos en la sociedad en la que las instituciones públicas consideran joven a quien con 33 años pide una ayuda para adquirir una vivienda, y en una sociedad que prejubila a personas con 45 o 50 años. Vamos aceptando que no hay un solo tipo de familia y, con más dificultades, empezamos a considerar que el trabajo en el hogar es también productivo. Pero en la cuestión de la ancianidad, en el campo de las personas mayores, los estereotipos siguen haciendo estragos. Hemos de reconocer que vincular edades con momentos vitales y con mayores o menores grados de autonomía no deja de ser una construcción social. Y en el paradigma occidental (lo que no ocurre en otros contextos culturales), el paso de la edad se asocia a decadencia e inutilidad. Y lo peor es que eso se nos presenta como natural, y ya sabemos lo difícil que resulta oponerse a algo que es simplemente natural.

Es evidente que las personas que hoy superan los 80-85 años tienen cuadros carenciales y de falta de autonomía muy claros. Pero no podemos caer en el error de generalizar y de aplicar una misma categoría a un colectivo cada vez más numeroso y por eso mismo más y más heterogéneo. Una persona de más de 65 años es hoy una persona que dispone normalmente de una gran autonomía personal. Que sigue siendo enormemente útil socialmente. Que disfruta de su diversidad, de sus opciones vitales, y que no se identifica en absoluto con la imagen de dependiente que los prejuicios sociales le colocan sin pedirle permiso. Tenemos ante nosotros el reto de no verlos como un coste, sino como un recurso. Más allá de lo que el mercado y el productivismo opinen o consideren, su capacidad de aportación social es evidente. Lo es en la aportación de trabajo socialmente útil que pueden seguir realizando, que de hecho en muchos casos realizan, en barrios, pueblos y calles. Lo es en su fuerza de conexión entre personas y colectivos, en el mantenimiento de entramados de convivencia y de respuesta social, en su aportación al capital social de una comunidad. Y ello exige reconocer su dignidad como personas completas, diversas por su edad, pero llenas de posibilidades precisamente por esa diversidad.

Nos falta imaginación. Nos falta salir del estrecho marco del utilitarismo mercantil, y darles responsabilidad para que sigan siendo ciudadanos en el sentido más pleno. No podemos seguir aceptando como natural una concepción de las personas mayores que de natural no tiene nada. Cada vez más la reclamación que nos llegará de ese sector social será menos tutela, más autonomía, lo cual no quiere decir en absoluto olvidar los cuadros carenciales que se dan, ni la exigencia de reforzar la presencia de servicios para las fases más avanzadas de la ancianidad. Construyamos políticas que respondan a lo que reclaman: preservar su autonomía en lo posible, su yo diverso y propio; favorecer el marco de sus relaciones interpersonales y sociales; y canalizar su voluntad-posibilidad de contribuir a la comunidad. De esta manera hablaremos quizá menos de vejez y de dependencia y más de dignidad y de ciudadanía.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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