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Columna
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Espacio y tiempo

He leído que en estos días se celebra en Córdoba un foro sobre la conservación y cuidado de centros históricos que reúne a más de un centenar de arquitectos, urbanistas y expertos en restauración, algunos de ellos españoles y otros foráneos. A decir verdad no podrían haber hallado para dicho evento mejor marco que Andalucía, que cuenta en su nómina no sólo con el núcleo de las ocho capitales de provincia, sino también con esos imprescindibles satélites que, como Úbeda o Baeza, sirven de representantes del centro monumental fuera de las grandes aglomeraciones. A las urbes andaluzas les compete más que a ningunas otras, salvo tal vez las de Italia, un debate sobre el futuro y las vicisitudes de ese nido de memoria y óxido que preservan en sus entrañas: la modernidad llega imparablemente, no sé si la segunda pero la primera al menos sí, y nuestras ciudades deben buscar de algún manera un matrimonio cabal entre la preservación del pasado y su calidad forzosa de organismos vivos, en crecimiento perpetuo, atentos a las iniciativas y los retos de sus habitantes. Que las poblaciones andaluzas constituyen perfectos relicarios de arquitecturas ya lo sabemos todos: tal vez su asignatura pendiente se enclave en el punto opuesto, el de las nuevas tendencias. El contar con un tan rancio abolengo no debe hacer a Córdoba, Sevilla o Granada amedrentarse ante los vientos que hace soplar el nuevo urbanismo; como en París, donde han revitalizado el vetusto Palais Royal con columnas de color violeta, o en Ámsterdam, en que adosan sin remordimientos un bloque de apartamentos al viejo esqueleto de un templo gótico, el futuro de las ciudades europeas radica en ese pacto entre las cenizas de la genealogía y la llama viva del progreso urbano.

En los tiempos que corren podríamos dibujar la dialéctica de nuestras ciudades como un combate del espacio contra el tiempo. Por supuesto que la tutela de los centros históricos y de todo cuanto atesoran debe formar un capítulo imprescindible de las ordenanzas de cualquier municipio; pero no hay que olvidar la otra, tanto o más valiosa: la que se preocupa de los vivos además de los difuntos, la que tiene por objeto sostener a la ciudad como núcleo de población activo, bullente, enérgico, con capacidad de responder a las necesidades y aspiraciones de sus vecinos. Aquí, según indico, el tiempo se convierte en rival del espacio: muchas veces, bajo el pretexto de la protección del patrimonio o de la inviolabilidad de esa imagen fosilizada que, según ciertas corporaciones, la ciudad proyecta al exterior, se prohíbe que el presente irrumpa en sus calles con todo lo que aporta de frescura y savia virgen. El resultado lo hemos padecido en ciertos enclaves durante demasiado tiempo: en qué si no consistían las manidas invectivas contra la Expo 92 antes de la inauguración y de dónde provienen si no las voces que claman contra ese proyecto de urbanización de la Encarnación que contemplo con tanta simpatía, el Metropol Parasol. Dentro del tiempo y sus coordenadas, debe existir también un recinto para el espacio, para el ámbito de la persona de a pie, para el peatón, para el joven matrimonio que busca piso, para el jubilado que pasea a su perro y el niño que quiere jugar. Ciudades antiguas y nobles, sí, pero antes y sobre todo vivas, respiratorias.

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