Fractura intercostal
De una pieza me he quedado al tener noticia de las libertinas declaraciones vertidas por Buttiglione, asesor del Vaticano y futuro Comisario de Justicia de la UE, aseverando que la homosexualidad es pecado.
Mi estupefacción, como a cualquier persona decente le resultará obvio, se basa en que el sexo, prefijos a parte, es siempre pecado puesto que, precisamente, ahí reside su divina gracia, y eso es lo que convierte en condenable esa nueva moda inglesa de convocar unas sesiones cuyo único punto del orden del día es hacer el bien mirando sólo un poquitín con quién, en las que se copula a destajo con la primera (si es faz) o primero (si es rostro) que se presenta. Y son a todas luces condenables porque tal conducta acabará por hacer creer a la sociedad que la satisfacción de nuestros deseos más sicalípticos es algo santificable, lo que dará al traste con la inmoral sensación de follar, perdiendo así este capital pecado toda su emoción y, en consecuencia, se extinguirá la especie.
No menos vanguardistas encuentro esas otras palabras de Lurdes Méndez, del Opus Dei y del PP, que afirman que el matrimonio entre homosexuales es una aberración, porque el matrimonio, con independencia de los sexos que vincule, ya es en sí una aberración. Y, si no, ahora que hemos levantado la manus permitiendo que la mujer se gane su independencia trabajando fuera de casa, ya veremos con el tiempo cómo esa pandemia de la que hablaba se propala hasta convertir la sagrada y heterosexual institución, que hallaba parte de su sentido en el débito conyugal y en la manutención que imponía a unas y otros, en una reliquia corrupta.
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