A la sombra de Dios
Por azar, me encontraba en Filadelfia en el verano de 2000, coincidiendo con la convención del Partido Republicano en la que fue elegido candidato a la presidencia George W. Bush, y también por azar, un zapping me llevó a los prolegómenos de su discurso. Al apagarse los sones de un corrido, el presentador chicano gritó en español: "¡¡Y ahora la palabra al compadre Bush!!". A continuación, el compadre empezó a hablar con un tono severo y monocorde, más propio de un predicador que de un político profesional. Una y otra vez repetía el mismo mensaje: los demócratas habían podido hacer esto o aquello, incumpliendo sus promesas o siendo incapaces de utilizar sus recursos. Él lo haría, repetía, al modo de alguien que asume un compromiso sagrado. Para terminar, las promesas dirigidas primero generosamente a todos desembocaron en una firme exaltación de América y sus glorias militares. Mal augurio.
La trayectoria de Bush no ha desmentido los temores que tantos abrigaron al aparecer como candidato. Algunas de sus actuaciones anteriores en Texas le presentaban ya como un personaje dispuesto a poner en práctica todas las martingalas para alcanzar el poder. No fue la menor lograr la presidencia a partir de un fraude electoral en Florida al amparo de su hermano. Una opinión casi unánime le ve luego como un presidente ignorante y holgazán, a quien el 11-S salvó del descrédito general, con el éxito de su actuación tocando a fondo la fibra del nacionalismo herido por los atentados. Sobre ese capital, y con un ciego "antiterrorismo" como santo y seña, avalado por la razonable intervención en Afganistán, le resultó posible más tarde descargar su agresividad, fomentada desde su entorno, desencadenando la guerra de Irak, justificada por un mar de engaños. Un político ultranacionalista, nada leído, mentiroso y belicista difícilmente podía actuar de otro modo, para desgracia del mundo y de su propio país.
Lo que suele olvidarse es que el vacío mental de Bush encuentra una compensación en el terreno religioso, el cual le proporciona la seguridad que nunca podría alcanzar en el ámbito de la razón. Bush es un miembro muy activo de la Iglesia Evangélica de América, que ve en sus propuestas el respaldo a su forma de hacer política. Lejos de nosotros la funesta manía de pensar: el recurso a las citas bíblicas literales desempeña entre los evangélicos un papel comparable al de los hadices o sentencias de Mahoma entre los wahabíes de Arabia Saudí. Ofrecen un recetario completo para resolver todo tipo de cuestiones, desde una depresión a un problema administrativo. Y por encima de ello, sobre un telón de fondo providencialista, se encuentra Cristo, en calidad de mito que atrae hacia sí, al modo de un imán, los sentimientos humanos, y que cubre bajo una capa de sacralización al líder que se reclama de él. Bush mira a Cristo; éste legitima su política, y por añadidura la convierte en la defensa de un Bien, con mayúscula, coincidente con los intereses de América.
El ideario de Bush se encuentra presidido, en consecuencia, por una dimensión religiosa de signo estrictamente fundamentalista que gravita con todo su peso sobre la política. Se ve al frente del país en calidad de instrumento privilegiado de los designios de Cristo. No duda ni yerra. Ni siquiera la tozudez de los hechos podrá hacerle reconocer su fracaso.
¿Tiene todo esto algo que ver con España? Hace sólo unos meses, nada en apariencia. Pero lo cierto es que el endurecimiento de Aznar ha estado acompañado por el progreso de creencias y organizaciones religiosas que recuerdan en mucho el caso relatado de la infiltración "evangélica", y además nada invalida la interpretación de que esa conquista desde el interior no haya propiciado en el PP la adopción de posiciones de un dualismo acusado, casi maniqueo.
Pensemos en los "legionarios de Cristo" o en los "mensajeros de Dios", tan caros a Ana Botella. Siempre, como en Bush, estamos ante un cristianismo irracionalista, pegado a la Biblia, con la figura de Cristo como clave de la creencia y de la devoción, legitimadora de una eventual violencia sagrada al transferir los conflictos a un escenario apocalíptico (hasta el esperpento: Acebes viendo en el PSOE el origen de un nuevo 36). Acierta Ruiz-Gallardón al proponer a su partido el alejamiento de cualquier condicionamiento religioso.
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