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Columna
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Ocurrencias

Estamos obligados a convivir diariamente durante unas 16 horas con nuestro pensamiento, y esas horas dan para mucho: lo mismo se nos ocurre imaginar una vida después de la muerte que se nos antoja organizar una excursión a los Pirineos, igual nos da por diseñar un carburador que reduzca el consumo de gasóleo en los tractores que por componer un soneto dedicado a las amapolas, qué sé yo. El pensamiento es un hervidero, y no descansa del todo ni durante las horas en que dormimos, que es cuando nos da por luchar contra dragones de tres cabezas, por hablar con los difuntos o por caernos a abismos sin fondo.

Dado que resulta muy difícil no pensar y dado que también resulta muy difícil tener ideas sublimes o sensatas a cada instante, nuestro pensamiento acostumbra a conformarse con tener ocurrencias, que por lo general constituyen una categoría filosófica mucho más arriesgada que cualquier pensamiento que merezca ese nombre, en buena parte porque la ocurrencia no suele ser resultado de un proceso meditativo, sino, como mucho, un pensamiento improvisado y dado por bueno en el momento mismo de su formulación.

Alguien ha tenido la ocurrencia de colocar un letrero en la entrada de urgencias del hospital de mi pueblo: "Se ruega acudan a este centro sanitario correctamente vestidos". Una ocurrencia en toda regla. Un paradigma, en fin, de la ocurrencia. El cartel en cuestión está creando algunos conflictos. En principio, ¿en qué consiste la corrección indumentaria? Para X, forofo de los videojuegos futuristas y de los tebeos de estética gore, lo correcto consiste en llevar una camiseta negra estampada con una calavera sonriente de cuya boca sale una serpiente alienígena. Para M, director del banco que administra las ruinas ajenas, lo idóneo es salir cada mañana de casa con un traje y con una corbata de tono apastelado. Para T, jubilado gozoso, ir bien vestido consiste en llevar unas bermudas, unas sandalias de apóstol bíblico y una camiseta de propaganda de la empresa cervecera en que quemó su juventud.

Además de esa indefinición conceptual, imagina uno las situaciones extremas a que puede conducir ese letrero: "Carmen, amor mío, plánchame el chaqué de la boda, que tenemos que ir a urgencias porque acaba de darme un cólico nefrítico". O bien: "Juan, mientras yo me arreglo, ve poniéndote el terno príncipe de Gales, porque acabo de partirme una pierna en tres pedazos". Y más vale no pensar en los factores de discordia que ese letrero puede introducir en las parejas: "Me parece muy bien que tengas lumbago, Mari, pero yo no te llevo al hospital hasta que no te pongas el traje verde de licra". Si entramos en el terreno de lo macabro, cabe suponer que un accidentado en carretera que vuelva de la playa o de una comida campestre, con el desaliño indumentario propio de esas circunstancias, tendría que ser llevado por la ambulancia primero a la sección de moda de Cortés Inglés y luego al hospital.

Y es que son muchas horas pensando, ya digo. Y se nos ocurren cosas. Demasiadas tal vez.

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