_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Olores

José Luis Ferris

La Academia Sueca ha tenido buen olfato por esta vez y ha distinguido con el Nobel de Medicina a dos científicos bastante originales. Y es que Richard Alex y Linda Buck, dos locos de la neurobiología, han dedicado más de 12 años al estudio de un sentido bastante denostado (olfato y sus fundamentos genéticos) y que, en mi opinión, es tanto o más determinante que otros mimados históricamente por la ciencia como la vista o el oído. No ver formas ni colores o no percibir sonidos es un duro inconveniente que, visto así, te distancia o te aísla del mapa de la realidad. Sin embargo hay invidentes y sordos que resuelven esa carencia involucrándose plenamente en la vida con sabios recursos. El olfato, por el contrario, no tiene paliativos. Sin esa capacidad, el mundo se reduce a una nada tan neutra que nos inhabilita para captar la intensidad de vivir. De hecho, es el sentido que mejor se alía con la memoria. Se nos puede olvidar una cara pero nunca un olor. En nuestro córtex cerebral se almacena para siempre el aroma de un recuerdo y allí permanece eterno e inmutable. A los cuatro años me llevaron por primera vez a una escuela pública, una clase húmeda de viejos bancos de madera rancia llena de niños. No volví a percibir aquel olor ácido y cerrado hasta 30 años después, durante un viaje a Estambul, en una pequeña estancia de la zona vieja de la ciudad. Y con qué fuerza se me revelaron entonces los pupitres, la maestra de pelo blanquísimo, el patio con lluvia, la repetida cantinela de Caín y Abel, el babi a rayas...

Desde siempre, el olor de los objetos y los seres me ha ayudado a descifrar el sentido del mundo. Basta con saber cómo huele la tierra mojada, el café que inunda las alcobas a media tarde, la goma de borrar, el cuerpo de un bebé recién parido, el esmalte de uñas, el mar en grado puro o la nuca de la mujer que amas para sentirte vivo en medio de la vida, sensible a todo, abierto a esa gran certidumbre de estar entre las cosas. Sin olfato, el amor no es lo mismo. Las células sensoriales del epitelio olfativo necesitan feromonas que nos digan te quiero al menos de vez en cuando y aunque sea en ese idioma íntimo de membranas y moléculas que habla por nosotros.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_