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Columna
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Bomberos en la escuela

Joan Subirats

El desgraciado caso del joven Jokin suicidándose en la muralla de Hondarribia parece que nos ha vuelto a arrojar bruscamente sobre la realidad de los adolescentes y en cómo forjan sus valores e identidades. La constante renovación de la actualidad diaria provoca esa especie de Guadiana permanente en el que los temas entran y salen de la agenda, casi siempre en forma de sucesos, sin que se sedimenten nunca ni diagnósticos ni programas de actuación. Y es evidente que en los últimos tiempos asistimos a una mayor presencia de sucesos escolares. Este episodio de bullying del País Vasco nos recuerda, con esa nueva denominación anglosajona, lo que tradicionalmente ha sido esa especial crueldad entre jóvenes y niños ante aquellos que escapan de lo que en cada momento se considera el patrón normal, y que causa vejaciones y escarnios más o menos graves. El problema es que el caso de Jokin, que podría resultar episódico dentro de su gravedad, nos llega después de un constante goteo de noticias sobre uso masivo de drogas en la adolescencia, aumento del número de embarazos no deseados, problemas de integración de los hijos de inmigrantes o preocupantes niveles de fracaso escolar, por poner algunos ejemplos.

Entiendo que lo que tenemos delante es un dramático cambio de las coordenadas de funcionamiento de la sociedad, y que este cambio de época va ocasionando pérdidas muy significativas de capacidad en los agentes que tradicionalmente colaboraban con las instituciones educativas en la socialización de niños y jóvenes. No es necesario insistir mucho en que la familia no es lo que era, y ello no tiene por qué empujarnos a la nostalgia, ya que la familia tradicional comportaba altos niveles de desigualdad y sacrificio. Pero la combinación de pérdidas de referentes en el ámbito familiar con situaciones de gran precariedad y fluidez del mercado laboral, más un aumento de sensación de riesgo y de incertidumbre en relación con el futuro, proyecta sobre todo en muchos jóvenes una sensación de bloqueo y de falta de perspectivas realmente sofocante. Es entonces cuando queda sólo el grupo de iguales, de colegas, de amigos, como marco en el que forjar algún tipo de identidad, alguna forma de socialización en valores y actitudes, y si ahí no encuentras acomodo, la desesperación puede hacerse insostenible.

Los alumnos no quieren compartir su mundo con el de los profesores. A juicio de muchos jóvenes, ellos son la representación institucional de una sociedad que no les ofrece perspectivas ni parece entenderles. Con ellos no hay confidencia posible. La familia, si existe en un formato más o menos estructurado, tiene muchas veces dificultades suficientes con ir tirando. No se generan espacios naturales de diálogo, de observación mutua, más allá de forzar esas situaciones de control ("oye, tú y yo tenemos que hablar; te veo raro") en las que el padre o la madre tratan de saber qué ocurre en un momento específico, fuera de un contexto de comunicación constante y habitual. Frente a todo ello, no acabo de compartir la idea, si no es de forma provisional, de que lo que tenemos que hacer es llenar los centros educativos con nuevos especialistas y profesionales. Es evidente que las escuelas e institutos, y los profesionales que trabajan en ellos, van viendo como se les carga con todo tipo de demandas y presiones procedentes de una sociedad que no tiene ya tiempo ni capacidad para realizar esa labor formativa en valores y actitudes, transversal y constante. Cada vez que se oye decir que frente a la violencia doméstica o el derroche energético lo que conviene es introducir una nueva materia en el currículo o trasladar el asunto a las escuelas, a los profesores se les erizan los pelos que tengan. Pero contra la escuela contenedor de todo lo que no sabemos resolver, tampoco creo que sea racional avanzar hacia una escuela continente en la que acumulemos profesionales de toda ralea y especie. Esta es la lógica que parece que se está siguiendo. Ante cada incendio, un nuevo bombero. Ante cada problema, un nuevo profesional especializado. La ministra de Educación nos anuncia como aparente respuesta al caso Jokin que se piensa en introducir trabajadores sociales en los centros. En Cataluña ya tenemos, aparte de los bien insertados equipos psicopedagógicos, los nuevos especialistas en "lengua, interculturalidad y cohesión social", y se nos acaba de anunciar que las escuelas recibirán consultores médicos para trabajar en cuestiones de salud. En Francia, los ministros de Educación e Interior han acordado colocar un policía en cada centro educativo para "prevenir los actos violentos en las escuelas".

Por esta vía, lo que conseguiremos es colapsar y segmentar de tal manera los espacios educativos que acabaremos todos confundidos. Más bien me inclinaría por trabajar en la lógica de acercar tanto como sea posible la escuela y el entorno social compartiendo soluciones como de hecho comparten problemas. No creo que sea necesario argumentar mucho acerca de la conexión entre los problemas que trasladan los niños y jóvenes a la escuela y los problemas que esos mismos jóvenes y niños tienen en sus familias, en sus casas, en sus barrios o en su falta de perspectivas laborales y sociales. También es cierto que en ese entorno existen ya profesionales sanitarios, trabajadores sociales, policías y personas que se ocupan de asuntos de lengua e inmigración, dependientes de las administraciones autonómicas o locales. Al mismo tiempo, existen entidades, asociaciones, grupos de ciudadanos preocupados por esos asuntos, por el futuro de su barrio o localidad, y más o menos movilizados en relación con ello. ¿No sería estratégicamente más potente tratar de relacionar esa comunidad y realidad externa con el centro educativo? ¿No deberíamos esforzarnos por establecer nuevas redes de relación entre profesionales, internos y externos a la escuela, para afrontar juntos y en un proyecto compartido los retos colectivos? La apertura de los centros educativos hacia los problemas y las soluciones exteriores me parece una medida más inteligente que encerrar esos problemas y unas soluciones aparentes en las cuatro paredes del centro.

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