No más Jeeves
Durante el mandato de Tony Blair, el Reino Unido ha ejercido más que nunca lo que yo denomino la escuela Jeeves de diplomacia. Como el inimitable Jeeves -el mayordomo del joven e idiota aristócrata Bertie Wooster en las novelas cómicas de P. G. Wodehouse-, y como Alfred, el anciano mayordomo británico del impetuoso Batman, el Reino Unido muestra una lealtad total en público mientras susurra prudentes consejos, mezclados con críticas delicadamente formuladas, al oído de Washington. "¿Cree que es prudente, señor?", murmuramos los británicos en voz baja. Pero el señor ya no sigue nuestros consejos.
El origen de este comportamiento, cada vez más humillante, se remonta a la II Guerra Mundial, cuando Churchill, después de que Francia cayera ante los ejércitos de Hitler, decidió que la única esperanza que tenía el Reino Unido era comprometer a Estados Unidos a que estuviera a nuestro lado. El resultado fue una efusiva solidaridad pública de los aliados de guerra junto a desacuerdos, a menudo profundos, en privado. Ahora, Tony Blair cree, como volvió a indicar el martes en su discurso durante la conferencia del Partido Laborista en Brighton, que nos encontramos de nuevo en esa situación, en medio de una nueva guerra mundial contra el terrorismo. Los atentados del 11 de septiembre fueron el Pearl Harbor de nuestra generación, y 2001 fue una repetición de 1941, así que tenemos que seguir los pasos de Churchill.
Debemos fortalecer la UE para que sea un socio poderoso de EE UU y hable con una sola voz en política exterior, como ya lo hace en materia de comercio
La política británica no debe seguir conteniéndose para no criticar públicamente a Washington en temas de importancia como Israel y Palestina
El Reino Unido no tiene fuerza para tirar de EE UU porque hay que escuchar mucho más a 450 millones de europeos que a 60 millones de británicos
Pero Churchill era Churchill. Dirigía un país que todavía era una potencia mundial, aunque al borde de un declive vertiginoso. Le escuchaban por su personalidad y por la potencia a la que representaba. Y aun así, a medida que fue cambiando la correlación de poder entre los dos países, hasta él mismo sufrió humillaciones. "¿Qué pretende que haga?", preguntó en una ocasión, indignado, mientras discutía sobre un préstamo de guerra con Roosevelt. "¿Quiere que me levante sobre mis patas traseras y pida como Fala?". Fala era el perro de Roosevelt.
Desde entonces hemos ido cuesta abajo. Harold MacMillan dijo que teníamos que ser como los griegos para un Estados Unidos que era Roma; pero se olvidaba de que los griegos solían ser esclavos. John F. Kennedy escuchaba a veces a MacMillan, y Ronald Reagan, a Margaret Thatcher; pero eso no impidió que Reagan invadiera la isla de Granada, perteneciente a la Commonwealth, sin consultarla. Para cuando llegaron los tiempos de la diplomacia en la crisis de Irak, el Gobierno británico era el ala provisional del Departamento de Estado. Era prácticamente uno más en las luchas interministeriales de Washington, siempre intentando inclinar al presidente hacia esto o aquello, mientras juraba constante lealtad a la teoría de la "guerra contra el terror" de Bush.
El tono de voz de Jeeves queda perfectamente reflejado en un documento filtrado recientemente en el que el entonces embajador británico en Washington relata su conversación con Paul Wolfowitz, el halcón de halcones del Gobierno de Bush cuando se trata de Irak. "Apoyábamos un cambio de régimen, pero el plan tenía que ser inteligente y el fracaso no era una opción", susurró Jeeves, sutilmente adaptado a la forma de hablar de los estadounidenses.
Eso no quiere decir que no pudiéramos tener influencia. La teníamos. Los sondeos de opinión en Estados Unidos revelaban que Bush necesitaba un aliado importante para garantizar el apoyo popular a la guerra de Irak. Necesitaba al Reino Unido. Sin embargo, esa posible influencia quedó anulada por el empeño en hacer de Jeeves. No sólo amortiguaba el volumen de las advertencias que altos funcionarios británicos -incluido ese embajador- pronunciaban con mucha más energía en conversaciones privadas con otros británicos, sino que permitió que en Washington pensaran, con razón, que el Reino Unido al final siempre estaría a su lado. De ese modo descendimos hacia este caos maldito, con un cuchillo en la garganta del rehén británico Ken Bigley e Irak convertido en un caldo de cultivo de terroristas mucho peor.
El rasgo de Bush
A cambio de apoyar a Bush, Blair obtuvo dos cosas: el intento de conseguir una segunda resolución de la ONU, que fracasó, y la hoja de ruta para un acuerdo de paz con dos Estados entre Israel y Palestina, que Bush rompió en el jardín de la Casa Blanca, en las narices de nuestro primer ministro, un año después. Ésa tendría que haber sido la gota que colmara el vaso para el método Jeeves.
La política británica, sobre todo si, como parece probable, tenemos que vivir otros cuatro años de Bush, debe cambiar en dos aspectos. Primero, no debemos seguir conteniéndonos para no criticar públicamente a Washington en temas de verdadera importancia, como Israel y Palestina. La objeción de que "estamos en guerra y, por tanto, no debemos dar armas al enemigo" no vale, porque ésta no es una guerra como la II Guerra Mundial. Aunque el presidente no escuche, el Congreso y la opinión pública estadounidenses sí lo harán. Se lo debemos a nuestra propia dignidad. Los estadounidenses progresistas no entienden por qué no lo hacemos más a menudo. En vísperas de la guerra de Irak, un estudiante de una facultad de humanidades en Kansas me dijo: "Ya sé que nosotros fuimos colonia del Reino Unido, pero lo que quiero saber es cuándo se convirtió el Reino Unido en colonia de Estados Unidos". No es verdad, por supuesto, pero ¿queremos dar esa imagen?
Segundo, y más importante, debemos fortalecer a la Unión Europea para que sea un socio poderoso de EE UU. Darle algo de fuerza militar. Ayudarle a que hable con una sola voz en los grandes temas de política exterior -por ejemplo, Irán-, igual que ya lo hace en materia de comercio. Hallar formas de concentrar su poder blando, amplio pero todavía difuso. Esto provocará ciertas tensiones a corto plazo en nuestras preciadas relaciones bilaterales con Washington, pero al final nos hará más influyentes. El Reino Unido no tiene fuerza para tirar de Estados Unidos. Pero Europa es mucha Europa. Washington tendrá que escuchar mucho más a 450 millones de europeos que a 60 millones de británicos. El poder respeta al poder.
Es curioso que uno de los poquísimos asuntos en los que el Gobierno de Blair ha criticado abiertamente al de Bush sea el de los aranceles estadounidenses sobre el acero. Y los aranceles se suprimieron. ¿Por qué? Porque la Unión Europea acudió a la Organización Mundial de Comercio y amenazó con medidas de represalia. Desde el punto de vista económico, la UE es una superpotencia. Y el poder respeta al poder.
La otra razón por la que debemos cambiar de rumbo es que, si permanecemos al margen, gran parte de Europa continental, con Francia a la cabeza, intentará definirse como rival de Estados Unidos. A muchos miembros de la izquierda británica les gustaría verlo. El gaullismo británico es una secta cada día más numerosa. El martes, sentado en el salón de actos de Brighton, me impresionó el silencio que acogió la breve pero sentida reafirmación de Blair sobre la necesidad de nuestra alianza con Estados Unidos. Un silencio que no era ni tibio. Era decididamente helador.
Sin embargo, Blair tiene razón en este aspecto. Una unificación de Europa en contra de Estados Unidos no será unificación en absoluto. No cuenta con una mayoría en el continente. Estados Unidos podrá dividir y vencer. No es posible afrontar ninguno de los grandes desafíos de nuestro tiempo si Europa y Estados Unidos no trabajan juntos. No habría nada más inútil que ver a estos dos grandes bloques de países libres y ricos peleándose mientras arde el resto del mundo. Lo trágico es que el error táctico de Blair, al asumir el papel de Jeeves ante la política de Bush sobre Irak, ha puesto en peligro su visión estratégica personal.
Por supuesto, debemos seguir cooperando con EE UU a través de los numerosos cauces bilaterales que se han desarrollado desde 1941. Pero es preciso que el Reino Unido además haga estas dos cosas. Lo que necesitamos no es un vuelco violento y total en la política exterior británica, sino una pequeña revolución de terciopelo. Su lema es indiscutible: No más Jeeves.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.