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La 'paura' a la migración

Cesare Loderto, un bravo sacerdote italiano que dedica su vida a luchar contra las mafias de la emigración de los países del Este -que le han amenazado de muerte-, me definía la postura de la Unión Europea ante los fenómenos migratorios que la afectan, como inspirada exclusivamente por "la paura a la migración". Se fomenta el temor de sus ciudadanos ante la llegada de los extranjeros (extraños), y lo políticamente rentable para los Gobiernos son los planteamientos de "autodefensa" en lugar de los de "solidaridad".

España no es una excepción. Un balance de lo que han sido los parámetros fundamentales de la política inspiradora de las Leyes de extranjería en nuestro país nos mostraría la situación de auténtico colapso en que nos encontramos; la irregularidad a que se ha condenado a cerca de un millón de personas; la situación de los instrumentos de control policial de los extranjeros -puesto que mal puede llamárseles "servicios administrativos"-; la extrema desigualdad ante la ley -nada más opuesto a la integración social- a que ha llevado las últimas reformas, etcétera, etcétera...

Durante demasiado tiempo se ha arrastrado una visión simplista, de modo que, pese a todas las grandilocuentes declaraciones oficiales, la respuesta al fenómeno migratorio por parte del Gobierno español ha sido la propia de una política criminal y no la de un fenómeno social: contención y represión.

La contención ha sido el centro de la mal llamada "política de control de flujos", que obsesionada por lo sin duda abultado de la demanda, no ha sido capaz de articularse sino en forma de muros y barreras en un mundo globalizado. Las ofertas de contingentes o la articulación de un régimen general de acceso al permiso de residencia -fuertemente anquilosado por exigencias demagógicas del tipo "los españoles primero"- no han pasado nunca de lo meramente anecdótico, encorsetadas además por una férrea disciplina burocrática cuya jerarquía de valores dejaba la eficacia en un desgraciado lugar. La contención, por tanto, ha fracasado como centro estructural de una política migratoria.

La represión ha sido también la única respuesta complementaria a esa contención, y como ésta, fracasada en sus propios términos, desbordada por su mismo fracaso. La amenaza de un sistema draconiano de expulsiones muy poco respetuoso con los derechos humanos, valores fundamentales de la construcción europea, no sólo no ha funcionado desde su estúpida simplicidad -¡qué pocas veces funciona aquello de la "mano dura" que predican las mentalidades más reaccionarias!- Si no que además ha conducido a dificultar enormemente la integración social de los inmigrantes. Poco se puede pedir asunción de valores a quien se trata con distinta vara de medir, se le somete a una intolerable vigilancia y control de su persona, y para quien al cabo las instituciones no son servicios, sino oscuros objetos de temor...

Esta fracasada combinación ha llevado a la existencia estructural de una bolsa de inmigración irregular, pese al continuo parcheo, a través de procesos extraordinarios de regularización, cuya frecuencia y oportunidad refleja el mal funcionamiento de un sistema legal que debe estar continuamente enmendándose a sí mismo.

Otra de las desastrosas consecuencias de esta doctrina ha sido la de la separación radical entre "legales" e "ilegales", y a la política de virtual "inexistencia" de los segundos. Política que era tan hipócrita como para ignorar incluso la realidad de los ilegales sobrevenidos, es decir, de aquellos que después de disfrutar de un permiso y un estatus jurídico legal, las dificultades burocráticas del sistema devuelven a la situación de "sin papeles".

Una política represiva cuya única pretensión es que no se cree el tan temido para los países opulentos "efecto llamada". ("Si cualquier cosa positiva que se haga para los inmigrantes crea efecto llamada, cuanto peor sean las condiciones de vida para un inmigrante, menos vendrán"). Ello explica gran parte de la política migratoria de este país y de toda la Unión Europea en los últimos años.

Razones que ni tan siquiera son de solidaridad o de simple humanidad, sino simplemente de estricta justicia, obliga a cambiar estos planteamientos hacia una política migratoria coherente que debe respetar los siguientes mínimos requisitos:

1.- Una política de flujos migratorios no tan obsesionada en el control y la contención cuanto en dar respuesta a las necesidades y demandas de un mercado de trabajo flexible y del desempleo como problema complejo.

2.- Con una fuerte imbricación con la política de cooperación internacional al desarrollo, que debe ser considerada como una inversión de futuro para ambas partes, haciendo a los inmigrantes partícipes de esa política de desarrollo de sus lugares de origen.

3.- El respeto a los derechos humanos y a los principios de igualdad ante la Ley, igualdad de trato y de oportunidades y de servicio público del Estado a las personas, sean o no nacionales del Estado, con medios suficientes pero también con la primacía de esos valores frente a mezquinas visiones del inmigrante como amenaza. Es urgente cesar en la criminalización social del inmigrante.

4.- Con el desarrollo de políticas activas de integración social generalizada, sin distingos y sin "inexistencias" artificiales, incidiendo especialmente en los terrenos de la educación y el trabajo, y reconociéndole al ámbito local la enorme tarea que ostenta en este terreno.

Es en suma una reforma en España y en la Unión Europea que prime la Justicia sobre el temor. No es un problema de solidaridad, ni mucho menos de caridad. Es una imperativa exigencia de justicia hacia nuestros iguales, sean de donde sean, o vengan de donde vengan. La Proclamación Universal de los Derechos Humanos sobre los que se asentaron las bases de la Europa moderna y civilizada, exige una vez más su ratificación, vigencia y protagonismo.

Luis Miguel Romero Villafranca es vice-presidente del Observatorio Jurídico Internacional de la Migración y patrono de la Fundación por la Justicia.

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