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Columna
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Dar en el clavo

Qué importancia puede tener el que Jeanne no llegue al estatuto de huracán sino sólo al de tormenta tropical, si a su paso ha sembrado masivamente la muerte y la desolación. Parece irrelevante, y sin embargo esa distinción cobra sentido si se piensa en cuáles habrían sido los efectos de un huracán sobre Haití. O si se piensa que la fragilidad de ese pobre país ha llegado a tal punto que incluso furias naturales de menor escala pueden engullirlo. Y la Isla de la Tortuga apareciendo y desapareciendo de los telediarios es elocuente, además de en su literalidad, en su resumen metafórico: lentitud, por no decir inmovilismo, y desaparición. Haití está detenido en su miseria y la mayoría de sus habitantes, en un peligro individual de extinción. Pero no es la mano ciega de la naturaleza la que provoca los millares de víctimas sino el terreno donde esa mano pega; la desgracia del país no la causan los cataclismos sino su estado político y social, es decir, un conjunto de actitudes y decisiones humanas perfectamente identificables y por lo tanto remediables.

Mientras Jeanne soplaba en el Caribe en las Naciones Unidas se formaba una coalición contra el hambre y la extrema pobreza, promovida por Brasil, Chile, España y Francia, que se fijaba como objetivo obtener, mediante donaciones y nuevos impuestos (sobre movimientos de capital, emisiones de CO2 o comercio de armas) los 50.000 millones de dólares anuales que se necesitan para aliviar la penuria en que vive una gran parte de la humanidad. Bienvenidas sean la preocupación ética y las promesas de subir al 0,7% la aportación de los PIB del primer mundo. Bienvenidos la constatación de que hoy contamos con medios suficientes para acabar con el hambre mundial y el diagnóstico de que la inseguridad está íntimamente ligada a la desesperación y la miseria. Pero creo que vale la pena recordar esta cita: "Debemos lanzar un nuevo programa que sea valiente y que ponga las ventajas de nuestros adelantos científicos y de nuestro progreso industrial al servicio de la mejora del crecimiento de las regiones subdesarrolladas. Más de la mitad de la población del mundo vive en condiciones cercanas a la miseria. No tienen para comer. Son víctimas de enfermedades. Su pobreza supone un obstáculo y una amenaza tanto para ellos como para las regiones más prósperas". Porque estas palabras podrían pasar por contemporáneas; con algún pequeño ajuste de adjetivos y la actualización de los datos del hambre, parecen recién salidas de la última Asamblea de la ONU; y sin embargo pertenecen a un discurso que Harry Truman pronunció ante el Congreso estadounidense el 20 de enero de 1949.

Hace más de medio siglo. Y desde entonces no sé cuántos miles y miles de millones de dólares se han destinado a la ayuda al desarrollo. Sólo sé que, a pesar de esa ayuda, la situación de los más pobres no ha dejado de deteriorarse (hoy una cuarta parte de la población del mundo vive con menos de dos dólares diarios) y que países que durante décadas han recibido fuertes sumas de dinero se encuentran aún entre los más necesitados de la tierra (los ejemplos abundan por desgracia en el África subsahariana). El dinero es esencial, pero es evidente que no sirve para casi nada (o para poco más que aquietar las conciencias) si no se da adecuadamente. Tan importante como la cantidad es la calidad de la ayuda. Saber a quién se destinan los fondos, cómo y a cambio de qué; y luego efectuar seguimientos y controles adecuados. Demasiadas veces la ayuda al desarrollo sólo desarrolla a unos pocos, o sólo nutre las arcas dirigentes, o de corruptos y mafiosos; o sólo paga complicidades y comercios bárbaros; o es dinero de ida y vuelta, destinado a pagar deudas externas o a adquirir otras nuevas. Y demasiadas veces está condicionada a la puesta en marcha de modelos económicos incompatibles con políticas verdaderamente sociales, con la creación de estructuras productivas, sanitarias, educativas eficaces y estables. Lo que quiero decir es que la ayuda al desarrollo, como los martillos, pueden causar destrozos graves en la construcción pretendida si no dan en el clavo.

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