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Columna
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Laicismo

La ley de prohibición de signos religiosos en la escuela pública francesa ha vuelto a poner sobre la mesa la cuestión del laicismo, de los valores que comporta en una sociedad democrática y de la exigible demanda al Estado de que sea, en el terreno de la religión (o de la ausencia de la misma: al fin y al cabo, agnosticismo o ateísmo no dejan de ser pronunciamientos filosóficos acerca de la idea de Dios), un sujeto rigurosamente neutral, que no favorezca a unas u otras confesiones ni se sienta condicionado por ellas a la hora de regular la vida civil.

El laicismo y su aplicación práctica está siendo reconsiderado a partir de una nueva forma de presión, la del Islam, religión que ha tenido poco contacto con la cultura laica y que deberá hacer grandes esfuerzos para interiorizarla. Claro que el cristianismo, una creencia ferozmente azotada desde presupuestos intelectuales durante los dos últimos siglos, también debe someterse a la conciencia laica de una sociedad. Y no sólo someterse: ¿por qué no exigirla? Hay un campo de trabajo muy amplio a este respecto. Puestos a ser laicos, seamos consecuentes con tan exquisita doctrina de neutralidad ante el hecho religioso. No se entiende, en este caso, que las diócesis y las conferencias episcopales de la Iglesia Católica tengan forzosamente que coincidir con divisiones administrativas y estatales. De hecho, hasta tiempos de Felipe II, partes del País Vasco continental estuvieron bajo la jurisdicción de obispados peninsulares, del mismo modo que partes del País Vasco hispánico dependían de obispados transpirenaicos, un fenómeno que, como en otras partes de Europa, hundía sus raíces en antiquísimos procesos de cristianización y fundación de diócesis. ¿No sería un ejemplo de respeto laico que los estados español y francés no controlaran estas cosas? ¿Por qué los católicos guipuzcoanos deben depender a efectos pastorales de la Conferencia Episcopal española? ¿Qué argumento impide que los obispos catalanes se organicen en su propia estructura diocesana? ¿Qué tendrán que ver las fronteras de un Estado con las demarcaciones de una confesión religiosa? Sí, la implacable aconfesionalidad de la República Francesa, los claros principios de la idolatrada Constitución de 1978, abren un amplio abanico de aplicaciones al respecto.

Tampoco se comprende, a estos efectos, por qué el matrimonio religioso, católico en concreto, desencadena necesariamente efectos civiles. Se trata de una intolerable intromisión del Estado en las relaciones y las creencias íntimas de las personas. Pasaron los tiempos en que el matrimonio religioso era imprescindible para desencadenar efectos civiles. Lo que no se sabe es por qué ahora un matrimonio religioso necesariamente debe tenerlos. Puede haber gente que quiera recibir un sacramento, pero que por razones fiscales (o incluso más valiosas: porque no le dé la gana) no quiera el reconocimiento civil de su relación íntima.

Ya puestos, el laicismo tiene aún muchas otras cosas por ganar. Nadie es ajeno a la importancia que en este paisito ha tenido siempre la designación de obispos por parte de la Santa Sede y las consecuentes presiones que el Gobierno español ha ejercido para que éstos sean unos u otros. ¿A qué viene este interés del Estado laico en condicionar el nombramiento de responsables de una organización privada? ¿A qué viene semejante intromisión? ¿Qué tal si se aguantaran las ganas la próxima vez?

Todas estas incoherencias no son sólo culpa del Estado laico (un Estado que exige que no le controlen las confesiones, pero que curiosamente no renuncia a controlarlas, incluso en aspectos que en nada afectan a la paz civil ni al orden público), sino culpa también, y quizás sobre todo, del grueso sociológico y jerárquico del catolicismo español, anclado en seculares instintos de cruzada: desde el cardenal Rouco hasta el ex presidente Aznar, pasando por otros católicos confesos como Mayor Oreja o Bono, es dudoso que renuncien a que la religión, o al menos la suya, siga siendo un eficaz neutralizador de hechos nacionales que repudian. Me temo que, a estos efectos, al laicismo no sólo le falta mucho que enseñar, sino que enseñarse a sí mismo.

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