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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Salfumán para los niños

Marcos Ordóñez

Uno. Qué idiotas son los hombres. El caso Rodoreda: como era mujer, la convirtieron en el emblema de la "literatura femenina". Muy sencillita, muy nostálgica, muy introspectiva. Una abuela de cabellos de nieve, escribiendo como si hiciera confitura. Como si todos sus personajes fueran una nota a pie de página de la Felicité de Un coeur simple. "Una deliciosa alma de cántaro", escribió Joan Sales, y no fue el único, acerca de Colometa, la reina loca de La plaça del Diamant. Hasta mi adorado Terenci dijo que Colometa era "la gran fleuma", la gran pava, bobiquejosa, de la literatura catalana. Como se movía demasiado, quemada por aquella fiebre continua, plantaron a Mercé Rodoreda en un jardín cerrado, una estampita de preguerra, como una flor rara o una paloma de grandes ojos dulces. Qué idiotas son los hombres. O qué listos, porque no podían tragarla, no podían aceptar las garras, el pico rapaz. La dama era una salvaje, un corazón feroz y desolado, de la estirpe de Jean Rhys, de la Highsmith, de la Duras. Natalia, la protagonista de La plaça del Diamant, era una hermana de la señora Rochester, de Edith, de Lol V. Stein. Toda la obra de Mercè Rodoreda está atravesada por una vena palpitante de locura negra, de dolor aullado. Más claro no podía gritar. La plaça del Diamant es una salvajada, una salvajada que fue a más. Luego vino la sonámbula Cecilia C. de El carrer de les Camèlies, y los laberintos esotéricos, los galopes de caballo incendiado, casi Leonora Carrington, de Quanta quanta guerra y La mort i la primavera. No quisieron ni oír ni ver nada. No quisieron ver a Natalia y se quedaron con Colometa. Colometa es un bautizo de hombre, es como los hombres del libro llaman a Natalia. Una jaula instantánea: quédate ahí, pichona.

Dos. Joan Ollé acaba de presentar en el Borràs de Barcelona la versión teatral de La plaça del Diamant. Con un dispositivo dramático muy similar al de Tres mujeres altas, de Albee. Tres actrices para un mismo personaje. Natalia adolescente, Natalia madura, Natalia anciana. No es una mala idea, en absoluto. Pero para que funcione plenamente, para que esa caja de música multiplique sus ecos, hemos de sentir el trasvase. Cada vez que escuchamos a una Natalia, hemos de ver aflorar, bajo varias capas de sombra, a las otras. Mercè Pons es la Natalia adolescente, casi niña. Obviamente, Mercè Pons ya no es una niña: primer problema. Una niña no se puede imitar, y ella, desde luego, no lo intenta. Quizá haya algo de zen mal entendido o mal marcado en esa interpretación, porque, a las órdenes de Ollé, Mercè Pons convierte a la primera Natalia en una virgen disecada. Quizá sea una Natalia muerta antes de florecer. Una muñeca muerta, con los piececitos colgando sobre "aquell indret on mai no plou ni neva", que decía Pla. No se mueven sus palabras. No hay aire, ni la menor brisa. Quizá sea ese el aire, el no-aire, del limbo, no sé, pero creo que Mercè Pons puede dar muchísimo más. Y no hablemos de la Carulla, que cuando quiere sabe ser gigantesca. Montserrat Carulla es la señora Natalia. La reconciliada: a la fuerza ahorcan. A ratos sube hasta su boca el eco de la Natalia amarga. Cuando retoma el hilo de las burbujas de sangre desbordándose en la iglesia emerge la Carulla magnífica y salvaje de La reina de belleza de Leenane, pero no veo en ella ningún relámpago (un relámpago blanco, como una camisa en un terrado) de la Natalia niña. Quizá el personaje la haya enterrado para siempre, porque no podía avanzar con esa muertecita a la espalda. Yo he visto esos relámpagos, esos retornos, aunque no en un escenario. Conchita Bardem ya no actuaba entonces. No estoy hablando de "otra" actriz posible. No estoy comparando. Es otra cosa. Una vez, hará unos años, quedé con Conchita Bardem en un salón de té del paseo de Gracia. No era el Salón Rosa, pero cuando ella entró se convirtió en el Salón Rosa. Hablaba y yo veía en el fondo de sus ojos, todavía, a la muchacha rubísima que encandiló a Jardiel cuando la contrató para su compañía de comedias, la última, con la que se arruinó, en América; la que hizo tantas temporadas en el mismo Borràs, en los cuarenta. Por eso volví a pensar en Conchita Bardem, porque la noche del estreno la cabeza se me iba, a ratos. Desde luego que el espectáculo es notable, y sobrio, y honesto. Y el texto, maravillosamente adaptado por Ollé y Carlos Guillén. Y la luz de verbena agónica de Lionel Spycher. Y la música de Pascal Comelade, que suena desde un terrado destruido. Si hablo de la Bardem es para tratar de explicar lo que eché en falta. Cuando estaba en el Pequeño Windsor, a finales de los cincuenta, en la compañía de Marsillach y la Soler Leal, se le fue la cabeza, se le desbordó toda la guerra, de golpe, y a la salida del teatro, me contó, el pánico le hacía sentirse en un gran decorado de edificios blandos y calles desiertas y amenazadoras, como si se hubiera perdido en un De Chirico, igual que le pasó a la Natalia amarga. Luego dejó el teatro y estuvo viviendo un tiempo en aquella otra ciudad, y luego renació, y ya era como la tercera Natalia. Escuchando y viendo a Rosa Renom, la Natalia amarga, vi a aquella Conchita Bardem desbordada, y a la damita joven de ojos azulísimos. Rosa Renom reina. Tiene a su favor todos los conflictos, como una madeja de alambre de espino entre las manos, y no suelta la presa ni un segundo. No deja de estar instalada en el dolor sin perder la mirada del limbo. Besando a su hijo antes de abandonarle, de enviarle al exilio interior. Sacudiendo los huevos de las palomas para que los monstruitos se rompan la cabeza contra la cáscara. Comprando un embudo y un litro de salfumán para acabar con todo. Salfumán para los niños, salfumán para ella. Eso está en la novela. Eso ha sido revivido en el escenario, ése es el gran logro de Ollé y de Rosa Renom. Esa voluntad fatal hecha carne. Esas escenas que los hombres idiotas no quisieron ver, porque una mujer, una escritora catalana, una palomita de ojos cándidos jamás haría esas cosas, ¿verdad?

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