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Columna
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Mujeres

ES DIFÍCIL comprender la actualidad sin dirigir nuestra mirada, no al pasado en abstracto, sino al légamo nutricio que constituye nuestra presente forma de ser. En este sentido, el tramo cronológico comprendido aproximadamente entre 1750 y 1830, o, si se quiere, entre la Ilustración y el Romanticismo, nos resulta crucial para saber cómo somos, y, por tanto, qué pensamos y esperamos. Significativamente, esta datación se corresponde, casi de forma literal, con la vida de Goya, nacido en la localidad aragonesa de Fuendetodos el año 1746 y muerto en la ciudad francesa de Burdeos en 1828. Al margen de su indudable genialidad, Goya es, sin duda, el pintor hoy más popular entre los maestros del pasado porque lo que dice su pintura y, obviamente, la forma con que se expresa artísticamente resulta en la actualidad de lo más natural, incluyendo en ello sus más atrevidas fantasías y disparates. Goya es así, pues, nuestro genuino contemporáneo.

Sea a través de su atormentada imaginación o simplemente dando fe, con sagaz agudeza, de lo que se le mostraba visible, a Goya no se le escapó el fundamental venero de modernidad que constituyó la irrupción en el escenario público de la mujer, sobre cuya imagen volvió, una y otra vez, su penetrante mirada, aportándonos con ello un inigualable crisol de experiencias, vividas a muy diversas distancias. De todas formas, a pesar del enorme valor histórico de lo que Goya aportó al tratar artísticamente el tema de la mujer, no es fácil irrumpir en la intimidad de sus vivencias al respecto. En realidad, hay que saber atar muchos cabos de toda índole para enlazar con coherencia ese misterioso intersticio que relaciona lo vivido y lo pintado por el artista aragonés. Es lo que ha hecho Natacha Seseña en el libro Goya y las mujeres (Taurus), un ensayo, que, por así decirlo, borda, más que simplemente aborda, tan apasionante asunto. Pero si lograr salir airosa de este arduo empeño, no es sólo o no es tanto por ser su autora una competente historiadora del arte y poseer un amplio bagaje cultural no muy común en el gremio, ni tampoco porque escriba con la soltura y el gracejo, que hoy, ¡ay!, se hace cada vez más raro de hallar en nuestra civilización "interactiva", digitalizada, apocopada, sino porque, siendo ella mujer, y, añadiría, que mujer española que ha tenido que vivir mucho de todo lo que en abundancia ha deparado la agitada historia de nuestro país, ha puesto "toda la carne en el asador"; esto es: que, nunca mejor dicho, sabe de lo que habla.

Ciertamente, Goya y las mujeres es una magnífica síntesis sobre la cuestión, accesible, además, gracias al buen criterio y amena prosa de su autora, para cualquiera; pero su talento y sensibilidad rayan a la mejor altura, porque preserva el enigma sin dejar de poner el dedo en todas las llagas, que son las llagas de la mujer, cuyo corazón no en balde ha estado representativamente cosido por siete puñales.

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