Saliva extranjera
Fui testigo en una estación del metro de un raro y ominoso incidente. Una pareja joven española, que parecía tener estudios superiores pese a lo acalorado de sus palabras, bajaba junto a mí las escaleras que conducen a los andenes acompañados de un guardia de seguridad al que habían pedido ayuda. Un robo o un desmayo, pensé. Por casualidad, el grupo de la pareja exaltada y el guardia parsimonioso se dirigían al mismo andén que yo, y así pude seguir, mientras llegaba mi convoy, la escena inquietante, en la que intervino un cuarto personaje, el Acusado.
No se trataba de un tirón, de una agresión física, de una grosería sexista dicha por el Acusado a la chica de la pareja, no; por lo visto (y, sobre todo, por lo oído), los Acusadores habían recriminado públicamente, unos minutos antes y en ese mismo andén, al Acusado por escupir en el suelo, y el hombre, que resultó ser latinoamericano, les replicó desafiante, razón por la que los dos jóvenes subieron a reclamar la presencia de la autoridad. Inesperadamente, la discusión a gritos adquirió un relieve político. La pareja española decía una y otra vez que cuando se está en un país hay que guardar las normas de compostura propias del lugar de acogida, y que si el escupidor disconforme quería echar impunemente gargajos en pavimentos y aceras, "pues entonces se va usted a su país a hacerlo".
Llegó al fin el tren que yo esperaba, distinto al de los tres viajeros en conflicto, y me subí, sin dejar de oír las altas voces con las que seguía en el andén la marimorena. Entonces me sentí, a lo largo de las cuatro estaciones de mi recorrido, como un rey Salomón imaginario (ya que a mí nadie me requería a emitir un juicio justo). Entendí los aprietos bíblicos de aquel sabio.
Fisiológicamente, yo me ponía del lado de la pareja. Si hay algo que encuentro repugnante es la costumbre del escupitajo. En países que quiero mucho y visito siempre que puedo como son la India y Marruecos, los hombres la practican sin ningún pudor (ni cuidado: a veces tienes que dar un salto en la calle para que no acabe en los dedos descubiertos de tu sandalia su verdosa expectoración). Verdosa o violeta, pues en la India, cromáticamente rica hasta en eso, lo que se escupe es la mezcla de especias y hojas de betel que sus habitantes mascan a todas horas y tiene no sólo propiedades terapéuticas en la boca sino la ventaja de engañar el hambre. Ahora bien, ¿cómo se atrevían los dos bien educados jóvenes del metro a llamarle la atención a ese extranjero de malos hábitos siendo ellos de un país donde escupir por la calle está tan extendido como el fumar? Aún recuerdo cómo me mortificó un francés culto pero algo arrogante, hace años, resumiendo España como "ese país donde la gente se distrae paseando y escupiendo". La cosa no ha dejado de florecer.
Aunque el Acusado del incidente no se dejaba querer, por su defensa de la grosería que había hecho, acabé mi juicio salomónico mental inclinándome por él. Ignoro quién y cómo empezó la cultura del esputo; si fueron los musulmanes los que, al lado de la jardinería acuática, la limpieza corporal y el arco de herradura, la introdujeron en España, dejándola al irse como otro don de su legado, o si, por el contrario, los recios pueblos cristianos -descendientes al fin y al cabo de unos vándalos- se la enseñaron a ellos, llevándola después a América en la boca de los marineros de Colón. Lo seguro, en todo caso, es que no son los peruanos, los dominicanos, los ecuatorianos ni los colombianos quienes la implantan ahora en su masiva inmigración a nuestras tierras.
Las sociedades occidentales con gran presencia en su territorio de ciudadanos provenientes de países remotos y socialmente distintos deben sin duda calibrar salomónicamente los límites de la multiculturalidad. No porque sea pobre y necesitado hemos de ver en todo inmigrante un modelo humano. El hombre y la mujer de África, del Oriente o de Latinoamérica que llegan a Europa con una justa ansia de bienestar también pueden traer conceptos o prácticas que aquí conviene rechazar y, llegado el caso, impedir. Pero hay una trampa, enmascaradamente racista, que me pareció advertir en la actitud de esa pareja del metro: querer que ellos se comporten mejor que los peores de nosotros. La mala educación, la ignorancia y el recurso al delito no son artículos de importación. Nosotros mismos los producimos al por mayor.
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