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Columna
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Son preferibles los malos estúpidos

Soledad Gallego-Díaz

"Prefiero un malo inteligente a un bueno tonto" es uno de los tópicos más desagradables que circulan en nuestra sociedad. Fundamentalmente, porque fabrica un binomio injusto entre maldad e inteligencia, por un lado, y tontería y bondad, por otro, y porque lo plantea como una disyuntiva mal intencionada. La experiencia, y la Historia, demuestran que el mayor daño no ha procedido nunca de gente buena, aunque fuera tonta, sino de gente malvada e inteligente. Afortunadamente, esa mezcla abunda mucho menos de lo que se cree la gente mala.

Hasta hace pocos años, se hubiera podido decir que ese tópico era más europeo que norteamericano, porque era en la sociedad europea donde más se disculpaba el cinismo y en la sociedad americana donde más se valoraba la falta de malicia. Ahora todo está confuso y EE UU ha dejado de ser una referencia de candor. Desde hace meses, es Europa, que tanto se burló de esa proclamada honestidad, la que ahora reclama una visión del mundo menos malintencionada y más compasiva. Lo más curioso de la polémica sobre el discurso de Rodríguez Zapatero en la ONU es que fue, probablemente, mucho más un producto de la influencia de la cultura norteamericana en su generación, que de la propia tradición española.

Ahora son los norteamericanos, o por lo menos un poderoso grupo de ellos, quienes reprochan a los europeos su ingenuidad. Y lo hacen, incluso, desde extrañas campañas de publicidad. Buena parte de la prensa europea, española incluida, publica, por ejemplo, desde hace tiempo, una serie de anuncios con el sorprendente lema No hay futuro en el terrorismo.

La campaña aparece firmada por un denominado European Security Advocacy Group, pero algunos medios ya han explicado que el verdadero promotor no es europeo, sino un publicista norteamericano, Norman Vale, que presidió durante años la Asociación Internacional de la Publicidad.

Vale, que afirma que ha vivido varios años en España, explicó en su día que había decidido recaudar fondos "para comprometerse en la lucha contra el terrorismo". Su último anuncio (publicado, por ejemplo, en EL PAIS del pasado domingo) se centra curiosamente en los peligros que encierra la nueva Unión Europea, porque "ha añadido miles de kilómetros de fronteras escasamente protegidas". Y añade, "¿no es este hecho una invitación para los terroristas?".

Lo más sorprendente de los repetidos anuncios no es la idea de que los europeos debemos aceptar medidas más "enérgicas y vigorosas" en la lucha antiterrorista, como las de EE UU, sino la extraña asociación que subyace entre la consolidación de la UE y el aumento de riesgo para los norteamericanos. Un análisis muy poco inocente o candoroso, cuando está en marcha el debate de la Constitución europea y cuando falta poco para que sea sometida a referéndum en algunos países, incluida España.

A la vista de la reacción que provoca en algunos sectores norteamericanos, quizás haya que fijarse más en que esta Constitución, por muchos defectos que tenga, supone un paso incuestionable para consagrar una Europa con una identidad distinta a la de Estados Unidos. Una Europa en la que se intentan acercar las políticas de exterior y de defensa.

Habrá que recordar lo que pasó hace 50 años: antes incluso de que naciera la Comunidad Económica Europea, se estuvo a punto de crear una Comunidad de Defensa que contemplaba la creación de un ejército único vinculado a instituciones políticas de una Europa unida. Se hablaba de un ministro europeo de Defensa, responsable ante un Consejo de Ministros y un Parlamento común, y de un presupuesto también común. La iniciativa, que partió de Alemania, fue firmada en un acto solemne el 27 de mayo de 1952 por los Gobiernos de Francia, República Federal de Alemania, Bélgica, Luxemburgo, Holanda e Italia. Pero nunca entró en vigor. La Asamblea Nacional francesa, con gaullistas y comunistas juntos, votó en contra el 30 de agosto de 1954. Y hoy, 50 años después, día a día, los europeos aún estamos intentado dar algunos pasos en aquella ingenua dirección perdida. solg@elpais.es

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