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Columna
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Panaderías

La memoria crea sus asociaciones caprichosas, sus espirales aleatorias y volubles. Es posible, quién sabe, que, bajo su apariencia de gran acontecimiento psicológico, la memoria sea apenas eso: una frecuencia de asociaciones caprichosas y fortuitas entre el presente y la nada, esa nada confusa y minuciosa del tiempo que se fue.

A causa de ese mecanismo veleidoso de la memoria, cada vez que entro en una panadería hago un viaje rápido a mi infancia, y me encamino al mostrador con la sensación de haber resucitado a aquel niño que tenía menos altura que el mostrador y que veía al panadero, en escorzo, como a un gigante vestido de blanco. Cada vez que entro en la panadería, tengo siete años y llueve, porque la infancia es un paraíso con tormenta.

La verdad es que en las panaderías parece que están cociendo ángeles y arcángeles, tronos y dominaciones, en vez de masa de harina. Huele aquello a cadáver angélico, a humo de sacrificio celestial, a horno de magia potagia. Incluso tiene uno la impresión narcótica de que revolotean por allí angelillos enharinados, espectrales y bulliciosos, jugando a tirarse migas, porque las panaderías siempre parecen tener una pátina blanca, un ambiente de limbo evanescente. Llega uno a pensar, ya puesto a los delirios, que los dependientes de las panaderías deberían ser ángeles, con sus alas y demás, para que cada mañana fuésemos testigos de un milagro: el ángel proletario de la aurora detrás de un mostrador, metiendo el pan en bolsas.

El ocurrente Salvador Dalí decía que el pan siempre había sido una de sus fascinaciones iconográficas, hasta el punto de presentarse en una corrida de toros con un enorme pan payés a modo de sombrero. Uno, por suerte, no llega a tanto, pero es cierto que hay algo misterioso en el pan, que lo mismo sirve como símbolo litúrgico que como ingrediente espesante del gazpacho. Resulta exótico, además, el nombre de los panes: fabiola, chusco, boba, mollete, chapata... Y cosmopolita a veces: "Póngame usted dos barras de pan de Viena".

Hay gente que dice que no puede cortar el pan con un cuchillo, porque le parece aquello una especie de asesinato, o como poco una profanación. Como si el pan fuese un ser vivo. Como si una pieza de pan fuese, en efecto, el alma cocida de un querube.

"El pan nuestro de cada día", reza la gente en la penumbra de sus templos. "Con el sudor de tu frente comerás el pan", castiga Dios a Adán en pleno drama. "Más largo que un día sin pan", decimos cuando vemos pasar a un larguirucho.

Resulta curioso, en fin, que la memoria se refugie en cualquier parte, en el primer hueco que encuentra, lo mismo que la multitud sorprendida por un bombardeo o por un chaparrón. Hasta una panadería le sirve a la memoria para subsistir, para aferrarse al tiempo, para no morir de olvido: llega uno allí, compra dos piezas de pan y le tiembla el pasado dentro, y se siente como el fantasma de sí mismo. Saca unas monedas del bolsillo y de pronto el mostrador le parece muy alto, y llueve, y sus padres le esperan para comer.

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