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Columna
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El futuro

Tal vez lo recuerden. En agosto nació un tigre blanco sin rayas en Alicante, luego mataron en la televisión mil veces a Carmina Ordóñez y más tarde nos machacaron tanto con los Juegos Olímpicos que hasta desapareció el Fórum, que por unos días quedó felizmente sepultado entre las regatas de la familia real. Lou Reed pasó por Benicàssim y dijo que había que movilizarse para echar a Bush, ese hombre que cree que la democracia es un producto derivado del petróleo. Al día siguiente, desde América, Bruce Springsteen pidió frenar al Gobierno de Bush, que, con su guerra inútil y estúpida, se ha alejado demasiado de los valores de sus ciudadanos.

Después, entramos en septiembre y a Bush le compararon impunemente con Winston Churchill y tras ese importante disparate aumentaron sus posibilidades de triunfo en las elecciones de noviembre. Todo anda al revés. Nos hemos habituado tanto a los disparates que hace ya tiempo que pensamos que nada tiene remedio, que andamos peor que nunca. Somos conscientes de que cada día se hace mayor la distancia entre Estado e individuo, máquina de poder y persona. Y lo que digo ahora vale para América, pero también para el país del ansioso Carod y el templado Maragall. También aquí está la poderosa máquina, sólo que la nuestra es casera y nos parece más light, tal vez porque nos permiten desnudarnos con Carlinhos Brown y ser felices, convertidos todos en camareros de la Orden de Gaudí.

Algunos se han ya acostumbrado y resignado a considerar como irremediable el avance imparable de la estupidez en el mundo occidental y son muy conscientes de su absoluta imposibilidad, como individuos, frente a esa máquina devastadora del poder. Aun así, la gente siempre acaba haciéndole un hueco a la esperanza. Llama la atención, por ejemplo, verles pensar que sería bueno para nuestro futuro que ganara John Kerry. Es decir, verles optimistas. Yo a veces me pregunto si debemos pensar tanto en el futuro. Después de todo, el futuro va a llegar igual. Es decir, del desastre no nos salva nadie. Soy tan optimista como el que escribió este inspirado graffito que acabo de ver en París: "Es la hora del optimismo. Guardemos el pesimismo para días mejores".

Y es que en realidad, los optimistas y los pesimistas se parecen en casi todo. Como decía el actor Peter Ustinov, un optimista es el que sabe que el mundo está podrido, mientras que un pesimista es el que lo descubre cada mañana. Cada mañana descubro que la guerra del presidente Bush en Irak ha empeorado el problema de combatir el terrorismo. Ya sólo por eso, Bush merecería que le dieran una patada y le devolvieran al rancho predilecto de Aznar. Pero no veo que la deseable victoria de Kerry haya de traernos un futuro precisamente más alentador. Algunos creen que el triunfo de Kerry sería como la victoria de Zapatero: buen talante y sonrisas, y que vuelvan a casa los soldados de Irak. Pero me temo que una victoria de Kerry, ese héroe de las lanchas rápidas de Vietnam, nada tendría que ver con esto. De las sonrisas y el talante, tal como viene advirtiendo Garton Ash, vamos a pasar a las lágrimas y el compromiso duro, porque si bien Kerry coincide en todas las críticas europeas contra el Gobierno de Bush, no menos cierto es que, si gana las elecciones, nos recordará inmediatamente que todos los dirigentes estadounidenses piensan que estamos en guerra mientras que la mayoría de los dirigentes europeos (país de Carlinhos Brown incluidos) piensan que seguimos en paz. Bonito panorama. La victoria de Kerry nos haría por fin entrar en la realidad y, por tanto, entrar en la guerra.

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