_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Literatura

Vienen días de libros, como todos los años por estas fechas. A las puertas del otoño los escolares llenan sus mochilas con sus libros de texto oliendo a tinta fresca, bien forrados, alicatados de conocimientos y recién pintados, para entrar a vivir como quien dice. Entretanto en Bilbao se presenta en un hotel de lujo la última novela del autor de El código Da Vinci, que a lo mejor consigue superar su propio récord y alcanzar el millón y medio de ejemplares vendidos en lengua castellana.

En Barcelona, Juan Goytisolo, José Saramago, Peter Esterhazy, Carlos Fuentes y Eduardo Mendoza reivindican la literatura como gran referente moral para los ciudadanos. Definitivamente, hay gente para todo. Consumidores de Angeles y demonios (la última novela del autor de El código Da Vinci) y lectores de Juan Goytisolo o de Eduardo Mendoza que todavía creen en eso que desde hace algunos siglos denominamos como literatura. Pero, ¿para qué sirve la literatura, si es que sirve para algo? No desde luego para mantener a pleno rendimiento la voraz maquinaria del mercado. Es cierto que se pueden citar casos de grandes obras literarias que han logrado convertirse en mercancía de éxito. Pero la realidad es que eso que llamamos literatura deja mucho que desear como mercancía. La literatura y el mercado no hacen muy buenas migas. Lo ideal para la economía de consumo es un producto que esté muy cotizado, se desgaste rápidamente y pueda experimentar una periódica renovación cosmética o mejora real que ofrezca un beneficio marginal estimable. Y una obra literaria de la más alta calidad, como decía Italo Calvino, tiene una utilidad inagotable y, lo peor de todo, resulta inmejorable. Cada éxito de ventas, sin embargo, siendo la misma cosa, siendo la misma historia, supera al anterior. ¿Quién recuerda ahora el titulo de la última novela de Tom Clancy o de cualquier autor anglosajón de best-sellers mundiales? Me dirán que sus miles, millones de lectores. Pero aquellos lectores son los mismos que hoy leen al autor de El código da Vinci y que mañana leerán, junto a otros miles de consumidores, el último bombazo editorial que tragará el olvido, es decir, el mercado.

A pesar de la fama depresiva de los meses de otoño, uno reanuda el curso sin perder la esperanza (la esperanza en los libros y en la literatura) y sin ceder a la melancolía. No creo que los lectores de Mendoza o Goytisolo sean unos nostálgicos ni una especie abocada a la extinción. Al contrario. Creo que Eduardo Mendoza no se ha excedido al afirmar en Barcelona que "la literatura es moral y la representación del mundo, con todas sus implicaciones morales, es la literatura". La moral es una conducta frente al mundo como lo percibimos. Y la literatura, por más excéntrica que sea, sigue dentro del mundo, en su cogollo o en su corazón. Eso de que la literatura está amenazada es cuento viejo. Los que a veces están amenazados son los escritores.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_