Ajuste de cuentas
Mi padre MURIÓ el día 10 de junio, hace dos meses y medio. Poco antes Miguel le preguntó
-¿Qué le gustaría habernos transmitido?
y él respondió, sin vacilaciones
-El amor a las cosas bellas
pensó un poco y añadió
-O por lo menos a las que yo considero bellas.
Soy yo quien ocupa ahora su lugar a la mesa, en la silla con brazos, en el extremo opuesto al sitio en el que solía sentarme. El mundo parece diferente visto desde la cabecera. Aún no me he habituado del todo.
Creo que estoy en paz con él. Desde los diez u once años, mi vida tiene un sentido del que nunca se apartó, y me acompañará, con la misma feroz determinación, hasta el final: escribir. Construí toda mi arquitectura mental con ese objetivo, y el resto lo encaro como secundario. Nunca quise caerle bien a nadie, nunca busqué reconocimiento ni aplauso y, por tanto, nunca le pedí mucho a mi padre, y su opinión me hacía poca mella. Mi madre y él tuvieron un mérito y les estoy muy agradecido por eso: no me llenaron de amor y atención, lo que habría matado en mí al artista: con respecto a las emociones más secretas estuve siempre solo. En contrapartida, la persona de la que heredé el lugar a la mesa me inculcó el odio despiadado a tres cosas: la deshonestidad, la cobardía y la falta de rigor. Tampoco llegué a escucharle, ni una vez siquiera, una exageración, una mentira. De él recibí el desprecio o la indiferencia por las cosas materiales, la frugalidad y, sobre todo, el mencionado amor a las cosas bellas: como legado no está nada mal. No existieron entre nosotros efusiones, confidencias, sensiblerías: no era mi amigo, era sólo mi padre. No era su amigo, era su hijo. Durante estos dos meses y medio he pensado en lo que siento en relación con un hombre con el cual no tengo la menor semejanza física y cuyo feroz egoísmo, cuya impulsiva violencia me sorprendían
No existieron entre nosotros efusiones, confidencias, sensiblerías: no era mi amigo, era sólo mi padre
(¿seré de verdad tan diferente?)
y me resultan difíciles de explicar. ¿En qué medida fue importante para mí? ¿Lo amaba? ¿Me hace falta? ¿Cómo responder a estas tres cuestiones? Tengo muy clara en mi cabeza la noción de que me hice a mí mismo, sin ayuda, y de que, con cualquier otra familia, mi existencia habría sido idéntica. En cuanto al amor, no lo sé: se me antoja que no es una palabra que pueda aplicar a mi relación con mi padre y, no obstante, un extraño eslabón me liga a su recuerdo: no logro definirlo, lo que no me inquieta demasiado. En cuanto a si me hace falta o no, creo que me hace falta en el sentido de que crecí junto a él, junto a él y lejos de él al mismo tiempo. Era yo muy pequeño y me decía poemas, me daba libros para leer, hablaba con entusiasmo de sus pintores, de sus compositores, de sus escritores, que sólo en parte son los míos. Mi padre no fue una persona creativa, no poseía el más mínimo sentido del humor, aunque lo notase capaz de apreciar el de los demás, pero vivió apasionado por su trabajo, por aquellas cosas que consideraba bellas, supongo que por mujeres también. Me imagino que fue feliz, sea cual fuere el significado de la felicidad. Irascible, cruel, celoso, perdonándose únicamente a sí mismo, era también capaz de arranques de generosidad y de auténtico afecto. Contradictorio, infantil, comodón. Estaba escribiendo esta crónica y me vinieron a la mente sus letreros: el tubo de pegamento con un papel que decía
ESTE PEGAMENTO ES DE VUESTRO PADRE NO TOCAR
en mayúsculas y subrayado, la tapa de una lata de pintura con la que estaba pintando, no recuerdo qué, en la Praia das Maçãs, y
ESTO NO ES UN CENICERO
y creo que el mejor homenaje que le hicieron fue el de mi hermano Nuno: estaba el cuerpo en la iglesia, en la antesala en una mesita, con un mantel negro, la bandeja para las tarjetas de condolencia, Nuno, con mayúsculas y subrayado, colocó en la bandeja
ESTO NO ES UN CENICERO
y estoy absolutamente seguro de que a mi padre le habría encantado. El día de su muerte fuimos los seis hijos, juntos, al Hospital de la CUF, la Companhia União Fabril: parecíamos un comando de Al Qaeda. No, faltaba João, que había ido a Bragança a recibir una condecoración presidencial: fuimos los otros cinco, pero parecíamos también un comando de Al Qaeda, en versión piel blanca y ojos azules. También esto le habría encantado, me imagino. Llevábamos su ropa, aquellas vestiduras largas de profesor. Claro que lloré por él, por mí, por la incomprensible finitud de la vida: no hemos sido hechos para la muerte. Después de la misa, le recité un soneto de su amado Antero. Y allí se quedó, conforme a su deseo, en la tumba a ras de tierra, en un ataúd de pobre. Tuve ganas, al verlo en el ataúd, de ponerle encima un letrero
ÉSTE NO ES MI PADRE
porque mi padre no era aquél. Mi padre es un hombre de treinta años que juega al tenis en Urgeiriça y hace muecas a las inglesas. Mi padre es un hombre de treinta y pico o cuarenta años que entra en mi habitación, donde yo fumaba a escondidas, con papeles en la mano, a leerme algún párrafo de la tesis de doctorado, en la que se desveló durante siglos, para preguntarme
-¿Qué te parece?
Yo no lo oía, ocupado en esconder el cigarrillo, y le respondía que me parecía bien siguiendo el texto a sus espaldas. Hace una semana releí su tesis, padre, con la atención que le pedía a un adolescente desesperado por ocultar una colilla. Puedo responderle hoy que me parece bien. Palabra de honor que me parece bien. Vuelva a su despacho tranquilo, que ha escrito una tesis del copón. Y ahora echo de menos el olor de la pipa. Echo de menos ir en automóvil a Nelas. Echo de menos patinar en el Benfica. Nuno, a los tres años, con una peritonitis
-Me voy a morir y quiero ver a mi padrecito
Eso nunca lo olvidé. Iba a morir
(fue un milagro que no haya muerto)
y quería ver a su padrecito. Siempre que recuerdo esta frase me conmuevo tanto:
-Me voy a morir y quiero ver a mi padrecito
esta frase y la cara de sufrimiento de mi hermano. Fue gracias a usted que él no se murió. Fue gracias a usted que no me morí de meningitis. No piense que me olvido de eso. No me olvido. Padrecito.
Traducción de Mario Merlino.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.