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Columna
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Tiempos incompatibles

Una voz maravillosa cantaba a Mozart. Era la mejor reina de la noche que había escuchado nunca. ¿Quién canta? Pregunté. Las sonrisas de mis amigos me desconcertaron tanto como su respuesta: no canta nadie, es una voz sintética. Una voz que no existe, un invento técnico supera -en calidad y precisión- a todas las tiples y sopranos del mundo. ¿Se acabará la ópera? No creo. Tampoco la ficción de Lara Croft, la perfecta aventurera virtual, ha aniquilado por ahora a Nicole Kidman o a Catherine Zeta-Jones. El caso es que las voces soñadas existen, se escuchan. La humanidad progresa cuando se cultiva el placer.

Comienzan a proliferar en los ascensores de Barcelona unos ingeniosos dispositivos que contactan directamente a quien pueda quedarse encerrado en ellos con su rescatador; es decir, con la empresa instaladora del ascensor. Se ha acabado la claustrofóbica inquietud de quien, atrapado en la jaula electrónica, grita durante horas y piensa que nadie le oye. La técnica hace aparecer al ángel de la guarda en el ascensor. Magnífico: progresamos cuando las máquinas sirven para ayudar a las personas.

Hay ejemplos como éstos, o mejores, todos los días. El talento humano se mueve cuando le dejan. No hace falta ser muy optimista para tener la certeza de que el mundo podría mejorar. Buscar el placer en una voz y cuidar de las personas atrapadas es ocuparse de la vida: esa es la condición de cualquier avance. La técnica, la electrónica, los inventos, la inteligencia humana, sirven exactamente para eso. El culto a la vida conforma la sustancia de cualquier civilización digna de tal nombre; es decir, aquella cuyo progreso está garantizado. Sucede, sin embargo, que hoy ese motor elemental está oculto, es casi invisible. La muerte, la destrucción y, en consecuencia, la queja doliente lo tapan todo. Sólo constato.

He leído, en paralelo, dos libros opuestos: ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense (488 páginas, Paidós), de Samuel Huntington, famoso por su profecía autocumplida del choque de civilizaciones, y Malabaristas de la vida. Mujeres, tiempos y trabajos (102 páginas, Icaria), de cinco mujeres tan notables como desconocidas para muchos (Inés Amoroso, Anna Bosch, Cristina Carrasco, Hortensia Fernández y Neus Moreno). En el de Huntington, un canto al pesimismo más rancio y pernicioso, el talento humano se enajena para defenderse de la agresión del mundo: el choque -el cataclismo- de civilizaciones es obligado cuando impera la lógica del beneficio y del poder.

En el segundo se pone de relieve la existencia de una "mano invisible mucho más poderosa que la de Adam Smith, que regula la vida cotidiana y permite que el mundo siga funcionando". Esa mano invisible es la tarea civilizatoria que realizan tantas personas en todo el planeta -mujeres sobre todo- cuidando de los demás día tras día, dando afecto y ánimo, cocinando y asegurando la existencia.

Así ha sido durante siglos en todas las civilizaciones: es la lógica del cuidado y del placer. Da la casualidad de que sin esta ignorada tarea civilizatoria de base -cultivar la vida- no habría quizá ni beneficio ni poder. Eso sugieren las cinco autoras.

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Lo cierto es que a partir de esta idea -el talento sirve para mejorar las condiciones de la vida, no para empeorarlas- no tiene sentido ningún choque de civilizaciones ni nada parecido. Es una encrucijada bien actual. Hay un tiempo invisible, el dedicado a las personas, y un tiempo contable el dedicado a ganarse la vida o a hacer beneficios. Un tiempo femenino y otro masculino dicen las feministas. Vivir y competir. Ambos tiempos resultan incompatibles cuando el segundo arrasa con todo y desencadena guerras cotidianas, próximas o lejanas. Hay mucha gente pendiente de este dilema en todo el mundo.

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