Dos maneras de seguir viviendo
Entre los allegados de los fallecidos del 11-M hay quienes callan para olvidar y quienes cuentan para que no se olvide
Sentada en la sala de su casa, con sus dos gatos, Florentina García Zapata cita una frase de un libro de Jorge Bucay para tratar de explicar cómo se siente desde que el 11 de marzo perdió a su hija Angélica, de 19 años, en la estación de Santa Eugenia, en uno de los trenes que explotaron aquel día en Madrid: "Cuando muere nuestro hijo, ¿qué somos?".
Florentina comparte a menudo esa pregunta con los padres de otros jóvenes que murieron hace ya seis meses, cuya vida se les ha hecho tan inexplicable como la suya. De Alcalá de Henares (Madrid), donde viven ella y su familia, eran 26 de las 191 víctimas mortales del atentado. Y ella habla con frecuencia con las madres, y también algunos padres, de al menos tres de ellos: Jorge Rodríguez, que tenía 22 años; Rodolfo Benito, de 27, y David Vilela, de 23. "Yo sí tengo un nombre para lo que somos. Cuando muere un padre, uno es huérfano; cuando muere la pareja, se es viudo; yo soy una muerta condenada a vagar por la vida. Porque nos han matado con ellos. Tenemos que vivir, pero no tenemos esperanza", dice.
A pesar de que la busque en los pequeños detalles. Como haber cumplido el deseo de su hija Angélica de adoptar un gato de color negro, al que ha llamado Pelito, el nombre que buscó su hija. "Ella decía que nadie los quiere, que la gente dice que traen mala suerte, pero que cuando están limpios, el pelo se les queda muy bonito". O como llevar a su niña, siempre consigo, en una foto en un colgante que le regaló su marido. "Ésta es la mejor joya", asegura, mientras besa la medalla, en la que su marido grabó el nombre de su hija y también el que ésta utilizaba para llamar cariñosamente a su madre: Mus. "Porque me sale muy bien la mousse de chocolate y a ella le gustaba mucho", cuenta.
También está, por supuesto, su otro hijo, Abraham, de 18 años, quien aquel día tenía que haber viajado con su hermana. Pero se retrasó. Mientras desayunaba, escucharon por la radio la noticia del atentado. De su hija, sólo recuperó unas pulseras chamuscadas. Y los recuerdos. "Tenemos tan bellos recuerdos... Vivimos de esa felicidad. Y de la conciencia tranquila de que cada día nos hemos besado. No nos ha quedado nada pendiente. Nuestra única ilusión es que pasen los días para reunirnos con ella", prosigue.
Florentina habla todo el tiempo en plural. Porque habla por ella y por su marido, quien ha preferido no estar presente en la entrevista. Tampoco ha querido recibir ayuda terapéutica, al igual que su hijo. Es su manera de tratar de vivir sin Angélica.
Florentina habla por todos. Ella dice que eso le hace bien. También es su manera de tratar de vivir sin Angélica.
Ambas maneras se repiten en los lugares donde fueron dejando huecos las víctimas del atentado. Unos prefieren callar, otros prefieren recordar y contarlo.
Como en el locutorio del barrio madrileño de Ascao donde trabajaba María Ivanova Staikova, una emigrante búlgara de 38 años que había llegado hace tres a España. Allí, cada día, sus compañeros tratan de vivir sin ella, que tuvo la mala suerte de tomar por primera vez el tren en la estación de Santa Eugenia. Esa noche fue la primera y única que pasó en casa de su novio, Vladimír, a quien había conocido apenas mes y medio antes.
Sin familia en España, su novio y sus empleadores se ocuparon de buscarla por todos los hospitales, sufrieron la espera de que fuera de las últimas en ser identificada, ayudaron a sus allegados a tramitar los papeles para cobrar las indemnizaciones y acompañaron a su hermana cuando llegó de Bulgaria para recoger los restos de su vida.
"Hace meses, tuve que retirar las flores y las velas que había ido dejando la gente junto a las fotos de María", cuenta uno de sus dos jefes, Juan Carlos Jiménez. Lo hizo por Pablo, su socio, y por Rosita, la otra empleada que se turnaba con María. Los dos prefieren no recordar. "Pablo ha tardado en bajar al locutorio. Abría, pero prefería no estar allí. A Rosita, al principio, le costaba y yo la acompañaba. Poco a poco la cosa se ha ido calmando. Todo el mundo ha intentado asimilarlo", cuenta Juan Carlos.
En cambio, él tiene otra opinión: "Nunca deberíamos olvidar esto, igual que no se debería olvidar el holocausto", dice, pues piensa que recordar a los muertos del 11-M es "hacerles honor". Él ha ido muchas veces a las estaciones de Santa Eugenia y Atocha, con amigos y solo. No sólo a recordar a María, ya que también conocía a otra víctima mortal, Iris Toribio, hijo de una amiga suya. "Ellos no se conocían. Los dos cogieron el tren en Santa Eugenia. Iris murió en El Pozo. No sabemos dónde murió ella", explica. "Pero yo tengo la sensación de que estaban en el mismo tren". También él trata de vivir sin ellos a su manera.
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