Todos bárbaros
Para los antiguos griegos bárbaros significaba extranjeros, es decir, todo el que no provenía de Grecia. En este sentido, nosotros, en tanto que extranjeros, podríamos considerarnos bárbaros. Por su parte, todos los relatos de la compilación Dihygimata. Antología del nuevo cuento griego serían griegos. Esta lógica, que parece de cajón, resulta menos sencilla y menos convincente después de leer los diez relatos. ¿Por qué? Al fin y al cabo, los dos criterios de que se ha valido la editora para reunirlos son impecables. Por un lado, todos debían haberse escrito en los últimos veinte años. Por otro, debían ser obra de autores sin traducir al español, pero con una trayectoria consolidada y que hubieran recibido alguno de los grandes premios literarios de Grecia. El resultado, desde luego, es un conjunto de cuentos que tienen en común cierto aire de familia, quizá la marca de su tiempo, que se observa en el tipo de personajes, en los temas y en las formas.
DIHYGIMATA. ANTOLOGÍA DEL NUEVO CUENTO GRIEGO
Varios autores
Edición y selección de I. Pitsaki
Páginas de Espuma
Madrid, 2004
210 páginas. 16 euros
Los dos primeros relatos de
la antología, sin ir más lejos, desvelan el origen traumático de las actitudes sexuales de los protagonistas. En Tía Clara, muerta de risa, de Miguel Fais, el narrador recuerda a una parienta a la que le permitían contar en familia sus aventuras eróticas. Le concedieron este permiso para compensar el hecho de que fuera la única de su familia que consiguió salvarse del campo de concentración. Ella misma explica cómo su identidad quedó definitivamente marcada por la circunstancia de ser una superviviente. Paradójicamente esta característica también tuvo algo de positivo, puesto que permitió a la tía asimilar su erotismo de una manera radical: "Sabes, es una forma de libertad. ¿Quién aguanta a un superviviente? ¿Quién puede cuestionar a un superviviente? No, casi es mejor que estén muertos".
El relato de Yorgis Yatroma-
nolakis, por su parte, narra cómo un hombre llegó a obsesionarse con la sexualidad a través de la lectura. El narrador se ríe del mito humanista del conocimiento como vía de liberación: "La mayor parte de la gente (¿qué digo?: todo el mundo) piensa que los libros nos culturizan, nos hacen mejores personas y nos conducen a niveles espirituales y morales superiores", pero a él lo convierte en un hombre que sufre los tormentos de una obsesión erótica imposible de satisfacer y, en consecuencia, traumática. El objeto de su pulsión sexual son las palabras escritas, lo que hace de su vida amorosa y profesional un rotundo fracaso.
La locura aparece en ¿Hay alguien ahí?, de Ersi Sotiropoulos. Sotiropoulos cuenta la historia de Nelly, una chica que se niega a salir a la calle alegando que se resbalará y caerá en el vacío, aunque no sabe muy bien de qué vacío se podría tratar. Atendida por varios médicos sin resultado, una casualidad hará que todo cambie. Un día la criada que la cuida recibe a su novio en la casa. Éste es un hombre sin prejuicios sobre cómo se ha de tratar a las personas neuróticas que se hallan en tratamiento, así que ofrece una cerveza a la enferma y le pregunta directamente por qué no pisa la calle. Nelly le contesta que lo hace "para fastidiarlos", y entonces el novio de la criada le dice que van a salir. Para sorpresa de la criada resulta que Nelly, la misma que llevaba un año negándose a pisar la acera, aquella a la que ningún médico había logrado convencer de que lo hiciese, obedece la orden de su novio y sale con él como si fuera lo más normal del mundo.
Los emigrantes aparecen en El chico rumano, de Menis Koumandareas, y en Incendio a la japonesa, de Antonis Sourounis. El primero narra el encuentro de un pintor con un joven inmigrante que se dedica a hacer la calle en Atenas. El pintor se vale de sus aventuras con este rumano para explicar a su barbero la naturaleza de sus relaciones con los jóvenes y la filosofía del amor en la que se sustentan. Tras una serie de peripecias, el chapero rumano termina viviendo en casa de un amigo del pintor, al que despluma delicadamente antes de desaparecer. La cuestión de fondo en Incendio a la japonesa, por su parte, es la de hasta qué punto cabe hablar de diferentes culturas en este mundo de identidades homogeneizadas por nuestra condición posmoderna. El cuento termina con la fiesta que dan los causantes -involuntarios- de un incendio. En una farsa de las sociedades globalizadas, pluriétnicas, multirraciales y en general suavemente desleídas de Occidente, el protagonista apenas ejerce de "griego" ni sus vecinos de "japoneses", mientras un paralítico "alemán" se empeña en dar besos a la novia del narrador alegando que son los dos únicos teutones que quedan y que están en el deber de repoblar el país.
Quizá el fallo de la lógica inicial se deba a que los asuntos de estos cuentos griegos están al cabo de la calle en las sociedades y en las literaturas de muchos países. De ahí que sean más literarios que griegos y, por eso, tal vez sí pueda afirmarse que en literatura todos los cuentos son un poco bárbaros.
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