La confabulación del azar
La casualidad aleatoria de los sucesos y acontecimientos que rigen el destino de nuestras vidas preocupó a narradores y sabios desde el comienzo de la expresión escrita: la conexión fortuita de efecto y causa, trabada como los grillos de una interminable cadena, explicaría no sólo el origen de nuestra presencia en el mundo sino también el de toda la historia humana. En un episodio del relato de 'El rey, los siete visires, la favorita, el hijo del rey y el sabio Sindebad' incluido en una de las primeras versiones de Las mil y una noches, se nos refiere el exterminio recíproco de dos pueblos a causa de una gota de miel. Un comerciante de uno de ellos muestra al de un pueblo vecino un tarro de aquélla elaborada por sus abejas, pero se le cae una gota al suelo: "Una avispa se precipita sobre ella. Un gato se arroja sobre la avispa. Un perro se abalanza sobre el gato y lo mata. El dueño del gato mata al perro. El dueño del perro mata al dueño del gato. El pueblo del dueño del gato clama venganza por su sangre vertida al pueblo del dueño del perro. La contienda se generaliza y todo el mundo muere, con excepción de uno que se arrepintió cuando su arrepentimiento ya no servía de nada". El relato, con gran número de variantes, reaparece en numerosas tradiciones orales y literaturas de Oriente y de Occidente.
"No hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal"
La razón se debate entre el determinismo y el azar. Nuestra existencia oscila entre los dos polos, sin decantarse por ninguno. En los tiempos modernos, los filósofos desde Pascal a Kierkegaard, se enfrentaron al dilema sin resolverlo. En dos relatos de El Aleph, Borges expone mejor que nadie la inconmensurabilidad del problema: "No hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas [...
], que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas".
Recientemente, mientras leía un ensayo del profesor Martín Rodrigo y Alharilla, de la Universidad Pompeu Fabra, sobre las vicisitudes financieras de mis antepasados vascocubanos ('De hacendados en Cienfuegos a inversores en Barcelona', Revista de Historia Industrial, número 23), tuve una prueba irrebatible de la justeza de la observación borgiana. En él, su autor reproduce unas cartas de mi tío abuelo paterno Agustín Fabián a mi abuelo Antonio en las que le aconseja el matrimonio con la que luego sería mi abuela, Catalina Taltavull: "Tú no te descuides, cásate con una chica bien y no trates de ganar dinero en Bolsa pues ahí se reciben palos sin buscarlos"; y en una misiva posterior, "si piensas en casarte no lo hagas sin muchos cuartos pues éstos son necesarios para la vida. Tú que estás ahí puedes aprovechar una buena oportunidad. Así aprovéchala. ¿Qué me dices de la Taltavull?".
Desde que tuve uso de razón y comencé a hacerme preguntas sobre el mundo y mi aparición en él, nunca vi con tal nitidez la concatenación casual de mi propia existencia: ¡nací, he vivido y soy quien soy a causa de estas cartas fechadas en noviembre de 1881¡ Gracias a ellas, mi abuelo Antonio contrajo matrimonio con esa dulce, clara y lejana Catalina Taltavull, cuyo hermoso retrato de adolescente melancólica contemplo a menudo, y a quien su muy desinteresado esposo embarazó una docena de veces -diez hijos e hijas vivos-, y que falleció de sobreparto antes de alcanzar la cuarentena. La anulación de este hecho remoto y en apariencia baladí invalidaría la existencia de varias generaciones de mi familia, producto de esa "confabulación del azar" de la que habla Sahrazad.
Pensé al punto: ¿qué habría ocurrido si estas cartas no hubieran llegado a su destino? ¿Si hubiese naufragado el barco que las transportaba? ¿Si un cartero falto de escrúpulos se hubiera apoderado de ellas? Yo, señoras y señores, no existiría y, por tanto, ustedes tampoco, al menos como lectores de las líneas que tienen entre las manos. Sin el juicioso consejo de mi tío abuelo, sus misivas, el transporte marítimo de éstas a Barcelona y su llegada a manos del destinatario, nada de cuanto bueno o malo he hecho habría sido.
¿Determinismo? ¿Encadenamiento de circunstancias? ¿Confabulación del azar? La pequeñez de un lance puede acarrear consecuencias insospechadas. Ayer mismo, en el café, alejé de mi tetera a una avispa que fue a posarse en una mesa vecina. ¿Picó a alguien? ¿Fue conducido luego a una farmacia? ¿Lo atropelló un automóvil durante el trayecto? ¿Se suicidó el conductor borracho en los calabozos de la comisaría? Todo es perfectamente posible, y yo sin enterarme siquiera de que mi gesto podría haber dejado a una mujer viuda y a sus hijos huérfanos.
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