Un aburrimiento inmortal
De todas las grandes novelas europeas del siglo XIX, Bouvard y Pécuchet es la menos característica de su época; en todo caso es lo que piensa la mayoría de sus críticos: para algunos, su lugar apropiado está en el siglo XVIII, junto a Candide, obra con la que tiene cierto aire de familia, y a los Viajes de Gulliver, para otros, anticipa el siglo XX, y Borges, por ejemplo, la pone entre los precursores de Kafka. Los amigos y admiradores de Flaubert se enteraron del proyecto con estupor. Taine le hubiese aconsejado abandonar la tarea si el hecho de que ya la había empezado no se hubiera divulgado en la prensa. Zola y Turguénev, seriamente preocupados, insistían: es un tema para ser tratado a la ligera, un cuento filosófico a la manera del Siglo de las Luces. Pero el plan ya estaba bosquejado, y el método, exigente al máximo, decidido: "Sólo tendrá sentido como conjunto. No habrá ningún morceau de bravoure, nada especialmente brillante, y será siempre la misma situación, de la que habrá que variar los diferentes aspectos. Me temo que va a resultar de un aburrimiento mortal", dice Flaubert en su correspondencia.
En sus cómicas vicisitudes de aprendices de brujo reconocemos el modelo del actual cientificismo devastador
Ese principio de construcción repetitiva ha engañado a muchos lectores, que le atribuyen al texto cierta inmovilidad, e incluso, a causa del final proyectado (la muerte le impidió a Flaubert terminar la novela), en el que los dos amigos vuelven a instalarse como copistas, una especie de circularidad, de regresión al infinito. Pero nada es más falso: decenas de apólogos taoístas o budistas ilustran, en el itinerario de un discípulo, después de muchos errores filosóficos, un retorno a la posición inicial, aunque transformado por la multiplicidad de experiencias vividas, y sobre todo por la suma de supuestas verdades desbaratadas. Los dos copistas que al principio del texto encarnan la tontería, la idiotez, hacia el final, en el tan comentado capítulo VIII, ven la tontería y ya no la toleran. No son los mismos, y Flaubert se vio obligado a explicar con argumentos lógicos, acordes con la estética realista, la verosimilitud de ese cambio.
En cuanto a la inmovilidad, si se piensa bien, el relato, al contrario, está animado por una intensa vivacidad. La hiperactividad de los dos amigos, la alternancia de entusiasmos y decepciones, el hambre de conocimientos y la continua voluntad de verificar su exactitud en la práctica, determinan aquello que Pavese consideraba como el elemento fundamental de toda narración: el ritmo de los acontecimientos. La primera escena de la novela tiene una lentitud calculada, y una forma teatral, con los dos héroes que, en una tarde de intenso calor, después de unos instantes en los que se nos describe un decorado vacío, vienen desde direcciones opuestas a sentarse en el mismo banco cerca del canal Saint Martin. Las afinidades que aparecen, la amistad que nace, el proyecto casi imposible de instalarse en el campo, la herencia inesperada que recibe Bouvard (el 20 de enero de 1839) y las diferentes etapas hasta que el proyecto se vuelve realidad, van cumpliéndose con la habitual fluidez flaubertiana, pero apenas el relato se interna en el examen del saber contemporáneo, el ritmo se acelera. Los reproches que se le hacían a Flaubert estaban todos fundados en prejuicios realistas: como los personajes no envejecían, no cambiaban, no morían, pensaban que la novela cometía graves errores de representación. En realidad, Flaubert no hacía más que aplicar en forma radical un principio que ya había utilizado en La educación sentimental: la desdramatización de la intriga, que influyó en casi toda la gran narrativa del siglo XX.
"Para estudiar química; se procuraron el curso de Regnault y aprendieron en primer lugar que 'los cuerpos simples son tal vez compuestos'. Se los clasifica en metaloides y en metales, diferencia que no tiene 'nada de absoluto', dice el autor. Del mismo modo, a propósito de los ácidos y las bases, 'un cuerpo puede comportarse a la manera de los ácidos o de las bases, según las circunstancias". Después de haber fracasado en la agricultura, la jardinería, la fabricación de conservas, los "dos compadres" comprenden que deben estudiar las ciencias, y, con muy buen criterio, deciden empezar por la química, a causa de la desastrosa experiencia de las conservas. Y aunque el primer párrafo del primer tratado de la primera disciplina que abordan los sume en la más paralizante perplejidad, pasado el primer estupor, se lanzan en el frenético examen del saber humano, de las teorías de la evolución a la metafísica, de la geología o la fisiología ("la novela de la medicina") a la religión. La intención de Flaubert es clarísima en la elección de esas primeras definiciones vagas o contradictorias: quiere significar que el problema no reside necesariamente en el lector. También la elección de dos idiotas en el sentido etimológico de legos, le permitió poner ante el saber de su tiempo un espejo neutro que refleja la verdadera imagen de ese saber, del mismo modo que en otro texto célebre la distorsión no está en la cabeza del bufón sino fuera, en la corte de Lear. Es su condición de legos lo que hace parecer tontos a Bouvard y Pécuchet, de la misma manera que en la sociedad actual, que es la prolongación de la de ellos, en un contexto en el que la ciencia y la tecnología han sido sacralizadas, no únicamente el hombre común está en posición semejante a la de los personajes de Flaubert, sino también los más eminentes especialistas respecto al infinito número de disciplinas que difieren de su especialidad.
También en este sentido, como decíamos al principio, Bouvard y Pécuchet, si es un libro característico de su tiempo, lo es menos que del nuestro. El lector de hoy se ríe mucho leyendo las contrariedades de sus héroes, pero a menudo se ríe con un nudo en la garganta. En sus cómicas vicisitudes de aprendices de brujo reconoce el modelo primitivo del actual cientificismo devastador que, con el pretexto de mejorar la vida, les exige un cheque en blanco a los legos, que se cuentan por miles de millones y que ven a cada paso los escombros que van dejando en muchos puntos del planeta, e incluso fuera de él, los supuestos beneficios de la ciencia y la tecnología. Flaubert, como es sabido, pretendía que Madame Bovary era él; podría ser posible. Lo que sí es seguro en cambio es que Bouvard y Pécuchet somos nosotros.
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