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Columna
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Desamparo

SI SE mira con atención, la impresión que se fija en nuestra percepción es que el retratado no tiene edad o, en todo caso, la incierta de esa mera situación de expectativa que caracteriza a la infancia más temprana. Es por ello por lo que se impuso el llamarlo así, sin más, El Niño de Vallecas, título que ofende la probidad erudita de los especialistas que lo consideran absurdo, pues, en realidad, se trata de un varón vizcaíno, Francisco Lezcano, enano, uno más entre ese tropel de bufones y seres deformes, cuya apariencia monstruosa o anormal gracejo divertían a la Corte, que no en balde los englobaba bajo el genérico de "gentes de placer". No obstante, a diferencia del resto de los maravillosamente pintados por Velázquez, este que ahora nos ocupa se nos muestra brillando al contraluz del fondo umbrío de una cueva o recodo, cuyo límite rasga un amplio horizonte serrano, con muchas trazas de ubicarse quizá en las cercanías madrileñas, con lo que, aun pintado hacia 1644, guarda una cierta similitud con el retrato de El príncipe Baltasar Carlos en traje de caza, que, con seis años declarados en la tela, debió ejecutarse en 1636. Salvando naturalmente las distancias, señalo esta semejanza, porque, al final, ambos muestran una pareja inocencia, que es el más preciado bien que Velázquez nos legó al representar la infancia, más de un siglo antes de que Tousseau nos infundiera el entregado amor por lo natural de la naturaleza, ese espontáneo don exhibido por los niños y las mujeres, cuyo peligro atormentaba a nuestros más lejanos antepasados, que se empecinaban en corregirlo como un estigma morboso, inequívoco signo del pecado original.

Lo que quiero resaltar es que, al margen de su edad real y de su menguado tamaño, el vulgo no anduvo tan desacertado al calificar a este pobre enano vizcaíno como "niño", porque lo que luminosamente resplandece en su fisionomía es la beatitud de la inocencia, que nosotros perdimos al cumplir años, pero que, en estos seres como embobados, se mantiene incólume, y no porque se vean privados de los padecimientos físicos o de las dolencias anímicas que a nosotros nos envejecen, sino por la fatal silente aceptación de los mismos. Criaturas, en definitiva, que sienten y padecen como nosotros, les tildamos hoy de "minusválidos" por la simple razón de su falta de eficacia laboral, lo cual, ¡oh, horror de los horrores!, les convierte en seres desamparados, como si cualquiera de nosotros no lo estuviéramos desde el principio al fin de nuestra laboriosa existencia.

Ahora que estamos a las puertas de que se inaugure una extraordinaria exposición en el Museo del Prado, dedicada al retrato español, vuelvo sobre esta obra egregia de Velázquez, para mí dotada de la mayor y más emocionante hondura existencial, porque en ese Niño de Vallecas, está, lector, lo mejor que, tú y yo, tenemos, que es, sin duda, al margen de lo que avance la ciencia, nuestra expresión de inocente desamparo.

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