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Columna
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Piernas madrileñas

Vicente Molina Foix

Sostengo la teoría de que la gente en Madrid no sabe andar, aunque no he llegado en ese sentido a ninguna conclusión que se tenga en pie. Les hablo, eso sí, de un trabajo de campo extendido a lo largo de muchos años de peatonalismo ciudadano, y al que puedo aportar, aparte de mis piernas, un interés -más que sociológico- regeneracionista. Veo en esa malandanza generalizada de los madrileños una carencia moral. Andar se anda por muchos sitios distintos y de maneras conspicuas, incluso intrincadas. No hace falta ser un paranoico ultra-puritano fijado en los tobillos y rótulas de las mujeres -como aquel inolvidable protagonista de Él, la película mexicana de Buñuel- para subir escaleras y cruzar patios andando en un zig-zag de ajedrez. Por mi barrio se ve a un hombre bien vestido y, según parece, funcionario de Correos (nada de un clochard de los que piden limosna y duermen acartonados al raso) que nunca pisa en duro; avanza por las calles saltando de alcorque en alcorque, allí donde hay árboles, de banco en banco (siempre que sean de madera), y si no camina por el asfalto, o lo que llamamos tal: jamás sobre baldosa. No quiero hablar, sin embargo, de psicopatías, sino del común denominador.

Familias, por ejemplo. Comprendo que salir a la calle de paseo comporta un riesgo de disgregación social, pero ¿es normal que unos padres que van con sus cuatro hijos y tal vez una abuela renqueante, pretendan circular por las estrechas aceras de Madrid en formación de escuadra romana? Hay tardes de domingo que no hay manera de adelantar (ni siquiera haciendo sonar el claxon de tu voz) a estos todoterrenos familiares chapados a la antigua. Eso en cuanto a densidad. Luego está la velocidad. Reconozco que soy un poco atolondrado, ahora bien ¿nadie tiene prisa en esta ciudad en ningún momento? El paso de la oca prusiano es una acelerada carrera de cine mudo comparado con el andar pisando huevos de los viandantes madrileños, incluso en día laborable. He recibido tantas miradas de conmiseración por pedir por favor paso en las calles Preciados o Goya. ¿Adónde irá éste con estas prisas? Le va a dar un infarto, buen hombre, si se toma las cosas tan a pecho. ¿Cómo explicarles que el metro estuvo parado diez minutos en un túnel y mi película empieza a las 20.30 en punto?

El metro. En el metro se condensan los mayores vicios del madrileño malandante. No toda la culpa es suya, lo reconozco. Los grandes artífices de la dinastía manzanata no construyeron pirámides; el empeño favorito de esa etapa prehistórica fue meter tubos subterráneos cada dos por tres y hacer faraónicas obras en el metro. Tengo una debajo de mi ventana, un intercambiador de transportes que uso a menudo. Ni en el desierto del Nilo, que sufre más sequía que Madrid, se les habría ocurrido rematarlo con unas gigantescas urnas de cristal que cada vez que llueve calan, y aparecen entonces el socorrido, proverbial, inmarcesible cubo de aluminio y el serrín, esa caspa de la españolada. No es lo único. El opulento intercambiador que hay frente a mi casa y, en general, todas las estaciones nuevas del metro han sido dotadas de unas escaleras automáticas que -cuando funcionan; va por días- sólo dan cabida en cada peldaño a una persona y media, sin contar naturalmente los maletones y bolsas que suelen llevar los viajeros. A ningún ingeniero proyectista se le ocurrió que un rezagado quiera y necesite subir o bajar esas escaleras corriendo y no con la pachorra que embarga a la masa usuaria; pocos de quienes van apelmazadamente en los 'escalators' piensan que el otro pueda perder un tren o llegar tarde a una entrevista de trabajo. El Otro. Ése es el problema.

En días particularmente ajetreados he llegado a dudar, al toparme con una de esas familias-monovolumen o con tres amigos taponando la escalera del metro, de que aquí alguien recuerde que existe más gente a su alrededor. Aquel antiguo concepto llamado "vivir en sociedad". Son los días en que a uno le dan ganas de "desaprender a andar" y "echar a volar por los aires bailando", como decía el Nietzsche más dionisiaco.

No sé si los humanos seríamos así, según lo veía el filósofo, "miembros de una comunidad superior". Pero al menos de ese modo se podría escapar al gran atasco del egoísmo circulatorio. Por piernas.

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