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Columna
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De identidad y lenguas

Comencemos por resumir algunas de las ideas que, con carácter axiomático, vertebran hoy la versión local del pensamiento único reinante. De acuerdo con ese canon, lo que mola es la diversidad, la mezcla, el intercambio, la hibridación, el mestizaje, el multilingüismo; y mostrar ante dichos fenómenos la menor objeción, el más leve reparo, constituye un síntoma inequívoco de esencialismo, es propio de carcas y derechistas contumaces. Sólo los cautivos de la obsesión identitaria, los paladines de una imposible pureza de sangre -sostiene el discurso largamente hegemónico entre nosotros- ven en las consecuencias de la globalización algún riesgo para la supervivencia de la lengua y de la personalidad cultural catalanas. Lo progresista y lo moderno es desdeñar, con un optimismo digno del doctor Pangloss, cualquier inquietud, cualquier preocupación sobre tales materias.

Sin embargo, a este reducto subpirenaico donde todavía resisten -muy castigados ya y a punto de rendirse, para qué negarlo- los últimos mohicanos de una identidad que se creía nacional, llegan de vez en cuando noticias curiosas, incluso chocantes. Así, la de que el otro día, en el marco solemne y oficialísimo de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, disertó el reputado lingüista don Gregorio Salvador. ¿Y qué dijo el actual vicedirector de la Real Academia Española?

Pues, según la reseña de El Diario Montañés de 7 de septiembre, el académico comenzó por subrayar el carácter "universal" del idioma español, con sus 400 millones de hablantes en todo el planeta y su condición de lengua materna en mayor número de países que ninguna otra, negando que ni la invasión de anglicismos, ni el uso de Internet, ni la generalización de los mensajes de móvil estén corrompiendo el idioma.

En cambio, el conferenciante sí se mostró preocupado y crítico con la cooficialidad de idiomas en España porque "hay personas que están perdiendo su lengua propia, que es el castellano". Según Salvador, la evolución histórica ha hecho que "haya sólo unas 11 lenguas, entre todas las del mundo, que tengan una verdadera entidad"; las demás son lenguas minoritarias que "no sirven para crear identidades". Peor aún: esos idiomas hablados por pocas personas crean "gentes aisladas en sí mismas", puesto que su lengua no cumple el objetivo primigenio de posibilitar el entendimiento.

Pero el catedrático granadino no se detuvo ahí, sino que penetró decididamente en la arena ideológico-política para señalar quiénes son a su juicio los culpables de que, "en algunas regiones españolas, se empiece a hablar mal el castellano" y se viva "una contaminación de una lengua con la otra" en perjuicio del español. ¿No lo adivinan? Sí, los culpables son ¡los nacionalismos! Llegado a este terreno, Gregorio Salvador se mostró categórico: "No se puede dejar una lengua universal, la segunda del mundo, por una lengua pequeña"; es muy negativo "buscar afanes románticos de la diferenciación"; y, para concluir, "los mundos pequeñitos basados en señas de identidad rebuscadas, en falsedades históricas más o menos aceptadas son, en general, desdeñables".

Bien, el autor de este ramillete de piropos dedicados al catalán, al euskera, al gallego y a sus millones de hablantes no es un radiofonista incendiario de la emisora de los obispos ni un agitador lunático de extrema derecha, sino un científico reputado y, además, el número dos en la jerarquía de una ilustre corporación oficial -la Real Academia Española- creada, ay, en 1714 y sostenida hasta ahora mismo por los presupuestos públicos. Las declaraciones santanderinas de don Gregorio Salvador se sitúan, pues, en la estela marcada por su paisano Manuel Jiménez de Parga, por Enrique Múgica Herzog, etcétera: la de esos altos cargos al servicio y en nómina de un Estado compuesto que, cuando debieran hacer pedagogía de éste, lo que hacen es escarnio y befa de la realidad plurilingüe y pluriidentitaria de España. Pero no teman que ni la ministra de Cultura -en cuya jurisdicción está la RAE- ni la élite intelectual madrileña amonesten o rebatan al catedrático Salvador: ¡eso sería tanto como cercenar la libertad de expresión!

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Tampoco lo harán los portavoces acreditados del establishment progresista catalán: están demasiado atareados buscando señales de intolerancia, síntomas de xenofobia o meros indicios de fundamentalismo identitario excluyente bajo la cama del nacionalismo local, así que no les da tiempo a mirar por la ventana y ver lo que hacen o dicen nuestros queridos neighbours.

Con todo, la situación política en Cataluña no es la que era, ni se presta tanto como antaño a los fáciles maniqueísmos -cosmopolitas contra aldeanos, ¿recuerdan?- vigentes durante más de dos décadas.

Y el mismísimo Pasqual Maragall, que antes del verano ya causó estupor en más de un presunto simpatizante al reivindicar "una forma catalana de ver el mundo", acaba de defender -en el Fòrum, nada menos- el derecho a preservar las raíces culturales propias dentro del mundo globalizado; "el catalán me hace diferente, único", afirmó el presidente antes de aclarar que "queremos ser entendidos, pero entendidos tal como somos, en lo que tenemos de únicos, de singulares".

A la vista de lo cual me pregunto cuánto tardará el más audaz de los ex maragallistas de conveniencia hoy desencantados en escribir que contra Pujol se vivía mejor. En escribirlo, porque algunos ya lo están pensando e insinuando.

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