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Columna
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Sobre la laicidad

Hoy asistimos a un rebrote, casi siempre furioso, de aquellas dimensiones de la vida personal y social que el desarrollo de la Modernidad, con su énfasis en los aspectos más instrumentalmente racionales de la existencia, había recluido en el ámbito privado. Una de estas dimensiones es la religiosa. Tras décadas de reflexión sobre la secularización (expresada bajo diversos ropajes teóricos), parecía que la modernización económica y social estaba provocando la extinción de la religión como elemento significativo de la existencia humana, muy especialmente en su dimensión social. Tanto quienes consideraban esta tendencia una liberación del peso de la tradición como quienes lamentaban su pérdida, había un acuerdo prácticamente generalizado en que los tiempos de la relevancia social de la religión habían pasado. Sin embargo, casi nadie caía en la cuenta de que la secularización, sobre la que se teorizaba como si de un fenómeno universal se tratara, sólo podía aplicarse, en el mejor de los casos, a una limitada región del planeta (Europa) y a un limitado tipo de personas (las personas con formación superior de tipo occidental). El resto del mundo, por el contrario, seguía mostrando el mismo fervor religioso, si no más. De ahí la facilidad con que la religión, que nunca se había ido, irrumpió de nuevo en la historia. Gilles Kepel ha descrito este rebrote de la religión como la revancha de Dios.

Contra ese rebrote se recurre a la vacuna de la laicidad. Pero de un laicidad que poco tiene que ver con su naturaleza original (regla de convivencia que pretende, en palabras de Javier Otaola, construir y mantener "un orden político que no se limite a ser una mera exaltación o celebración de la comunidad sobre la que se funda, con el fin de establecer un poder público al servicio de los ciudadanos considerados en sus condición de tales, y no en función de su identidad nacionalitaria, étnica, de clase o religiosa"), sino de un laicismo convertido él mismo en religión. La escritora y socióloga marroquí Fátima Mernissi (Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2003, junto a Susan Sontag) plantea una reflexión similar: "El humanismo laico, que preconiza la tolerancia y la libertad de pensamiento, no es tanto un ataque contra Dios como contra los funcionarios del Estado, y una prohibición dirigida a éstos de utilizar los impuestos y las instituciones financiadas con fondos públicos para hacer publicidad de la religión, sea cual sea ésta; no tiene por objeto privar a Dios de los fondos públicos sino impedir que el Estado y sus funcionarios utilicen a Dios, poniéndolo al servicio de sus intereses".

Desde una perspectiva similar, para José María Ridao el laicismo es una cualidad que se refiere al Estado, no a los ciudadanos. Es el Estado el que debe despojarse de cualquier símbolo religioso, no los ciudadanos; ni siquiera cuando éstos se hacen presentes en los espacios o en las instituciones dependientes del Estado. Una correcta interpretación del ideal laico debería hacernos reconocer que el laicismo se establece para que, dentro de un Estado, los ciudadanos puedan optar por cualquier credo religioso, o no optar por ninguno, y cumplir con sus ritos y prácticas siempre y cuando no resulten contrarias al orden público ni a las normas civiles o penales. Estas normas son la defensa de las sociedades democráticas frente a cualesquiera prácticas culturales aberrantes. Cuando se combaten la ablación del clítoris o el matrimonio forzado no se están combatiendo creencias religiosas particulares, sino prácticas sociales que atentan contra la dignidad de las personas. En este punto es fundamental huir de cualquier fundamentalismo, también de un fundamentalismo democrático. Como señala Michael Ignatieff, el problema no es que tales prácticas sean inaceptables según nuestros estándares, sino según los estándares de aquellos a los que oprimen. La justificación para la intervención surge de sus demandas, no de las nuestras. Depende de las víctimas y no de los observadores externos determinar por sí mismas si su libertad está en peligro.

Es por eso fundamental, también en este caso, escuchar a las víctimas. Ellas son quienes mejor pueden discernir lo aceptable y lo inaceptable de su propia cultura. Tengo para mí que este es el punto más débil de nuestra laicidad. Escuchamos poco o nada a aquellas personas a las que pretendemos liberar.

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