Bajo el diluvio Valverde
El murciano anuncia sus intenciones y proclama su fortaleza en un final tremendo
Luxemburgo, para el ciclismo, es Charly Gaul, y para aquellos con más memoria, Frantz y Faber. Para la Vuelta, Luxemburgo era media docena de corredores de origen germánico y prestaciones invisibles; era Johnny Schlek, que fue gregario de Ocaña en el Bic, que corrió ocho Vueltas y que ganó una etapa en Madrid viniendo de Calatayud -y que hace de chófer en el Tour y es el padre de Frank, el joven y prometedor luxemburgués que corre en el CSC. Poco más. Tampoco el ciclismo es mucho para Luxemburgo: la memoria de Gaul, media docena de profesionales y algunos emigrantes portugueses siguiendo la ruta abierta por Acacio da Silva. Su último orgullo era un armario rubio y plano, hijo de portugueses, cuyo mayor mérito era haber ayudado a Armstrong a ganar algún Tour.
A ese hombre, llamado Benoît Joachim -apellidado con el nombre del gran Agostinho-, seis años ya en el US Postal, le cupo el honor en Soria de ser el primer luxemburgués líder de la Vuelta; de heredar, vía bonificaciones, el maillot oro que, en la noria de nombres y nacionalidades organizada por Bruyneel, el primer día vistió Landis, norteamericano, y el segundo Van Heeswijk, holandés. Aún le quedan a Bruyneel en la lista de espera organizada tras su victoria en la contrarreloj por equipos un hispano, Antonio Cruz; un colombiano, Víctor Hugo Peña; un ruso, Mijailov; un canadiense, Barry, y un español, Beltrán, pero no parece que vaya a tener tiempo para satisfacer a todos -lástima por el Tiburón Peña, ávido lector, que se quedará sin libro de premio. La Vuelta empieza a ponerse seria. Ya ha aparecido Valverde.
Valverde, el deseado, apareció bajo el diluvio, apareció cuando desaparecieron de escena Joachim y otros tres armarios como él -Flickinger, Veneberg y Hulsmans-, que habían atravesado como almas que lleva el diablo la estepa soriana. Apareció donde el Duero traza su curva de ballesta en torno a Soria, cruzado el puente. Apareció junto a la concatedral, en la cuesta de San Agustín, bajo un diluvio de gotas gordas y cálidas contra el bochorno. Fue el primer gran momento de la Vuelta, la primera radiografía de los cracks. Se reveló con el foco, deslumbrante, que emitió Valverde.
Valverde, sus kelmes también, está fresco como una lechuga; fresco y sano, con buena sangre tras haberse estado oxigenando en los Pirineos después de Atenas, con piernas enteras después de una temporada sin Giro, sin Tour, sin extenuantes carreras. La cuesta de San Agustín, un kilómetro empinado y duro, llegada al final de una etapita corta y variada -vientos cambiantes, de cara, de espalda, animaron o desanimaron la marcha-, era el lugar soñado para exhibirse, para proclamarse. Allí, el impaciente Paolini, el íntimo del grillo Bettini, atacó antes que nadie, la primera selección. Allí, subiendo todos a tope, a tope, sin tiempo para recuperarse en el falso llano subsiguiente, Nozal, tremendo, un mulo tensando la cuerda; Plaza y Quesada, espectaculares, hicieron la segunda selección. La tercera fue cosa de Horrillo, inspirado y fuerte, a quien no dejó moverse Vinokurov, otro impaciente. Ya sólo quedaba una docena delante. Estaban, echando los bofes, sin fuelle, los especialistas en el terreno -el desvaído Garzelli, los rápidos O'Grady y Freire, el brillante Cunego, el fuerte Aitor González, el soberbio Evans-; estaban, acelerados, los aspirantes a la victoria final -el triste Menchov, el persistente Mancebo, el único que se lució en el Tour que allí estaba; estaba Heras, con otro aire, otra ilusión en los ojos tras su Tour invisible. No estaban, o mostraron flaquezas, los esperados Hamilton y Sastre, ni Beloki, aún buscando el ritmo, el aire. Y estaba Valverde, que lo es todo. Especialista, aspirante a la victoria final, favorito, exuberante. Todo en uno. Arrancó cuando a Vinokurov se le atragantó la recta. Podría haber derrapado, pues el asfalto era un charco y la fuerza que imprimió a la pedalada tremenda. No derrapó. Controló la bicicleta. En tres pedaladas le sacó cinco cuerpos al iluso O'Grady, el australiano rocoso, que se había pegado a su rueda. Y, en tal llegada, bajo tal agua, cuando nadie podía ni mover un músculo voluntario, se dio el gustazo de disfrutar el momento, de volverse a mirar, de estirarse sobre la bici. De sonreír. Y mañana, Morella.
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