Francisco Murillo Ferrol, un maestro de las ciencias sociales
El pasado día 4 de septiembre fallecía en Madrid Francisco Murillo Ferrol a los 86 años de edad. Don Francisco, como le llamábamos todos, fue una figura clave en el devenir de la sociología y la ciencia política española a lo largo de las últimas cuatro décadas del siglo XX. Fue catedrático de Derecho Político en las universidades de Valencia, Granada y Autónoma de Madrid, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas y premio Nacional de Sociología y Ciencia Política del CIS en 2003, el primero de esta naturaleza que se otorgaba en esta institución.
Inició su vida universitaria con una tesis doctoral sobre Francisco Suárez y su primer libro fue Saavedra Fajardo y la política del Barroco (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1957; hay una reimpresión de 1989), que sigue teniendo una gran frescura como estudio específico de historia del pensamiento. Poco después entraría en un contacto directo con la sociología y ciencia política estadounidenses de posguerra, que daría sus frutos en Estudios de Sociología Política (Tecnos, Madrid, 1962), sus estudios empíricos sobre Andalucía, sobre las clases medias españolas y su partici-pación en diversos informes FOESA. Como Director del Instituto de la Opinión Pública, antecedente del Centro de Investigaciones Sociológicas actual, tendría también la posibilidad de abundar y evaluar este tipo de enfoques y las nuevas metodologías cuantitativas. A todos estos trabajos se añadirían y/o solaparían estudios de derecho constitucional y teoría del Estado, historia social de España, estructura y cambio social, la desigualdad, temas específicos de ciencia política y un largo etcétera que sería demasiado prolijo presentar aquí en detalle. Basta con echar un vistazo al índice de los dos volúmenes de sus Ensayos sobre sociedad y política (Península, Barcelona, 1987 y 1988) para hacerse una idea de la variedad de temas a los que dedicó su interés y, si se leen, para comprobar alguna de las más sugerentes características de su escritura: su cuidado estilo y su esfuerzo por no cerrar el discurso, por sugerir más que por afirmar.
Estas consideraciones anteriores seguramente sirvan para sintetizar con trazo grueso su contribución a las ciencias sociales de nuestro país. Para sus numerosísimos discípulos fue mucho más que eso. No es fácil dar con un término cuya semántica pueda acoger lo que todos le debemos. Fue maestro y amigo, iniciador académico y cómplice atento de nuestra torpe evolución en sus campos del saber. Pero, sobre todo, ejemplo. Nadie podía ser insensible a su talante de rectitud y bonhomía, a su entusiasmo por la lectura y el conocimiento de la realidad social, a su insaciable curiosidad intelectual. Era bien conocido su sano escepticismo y distanciamiento irónico respecto de lo más inmediato, de la moda del momento. Aunque siempre supo tolerar y tomarse con interés nuestras reiteradas extravagancias y divagaciones. Y siempre estaba ahí cuando lo necesitábamos, dándonos consejo y cariño. Si la mayor garantía de supervivencia es el recuerdo de las personas que dejamos atrás, el maestro seguirá viviendo mientras todos sigamos aquí.
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