Final con víspera
Ya no cabía duda. Vladimir Jurowski se encargó en su concierto del viernes de demostrar que él había sido la figura de este año en la Quincena y ésta de apuntarse uno de esos tantos que avalan a un festival como buscador de propuestas diferentes. En un programa infrecuente y precioso -Matinées musicales de Britten, Juana de Arco de Rossini y Quinta Sinfonía de Prokofiev- el joven ruso demostró su dominio en todos los terrenos. Acompañó estupendamente a la gran Ewa Podles -¿quién puede cantar ese Rossini como ella, con esa voz de contralto que hoy día nadie gasta?- pero, sobre todo, ofreció una sinfonía de Prokofiev de verdadera antología, como muchos de los presentes no habían escuchado nunca ni en directo ni en disco.
La Filarmónica de Londres se entregó a fondo, como saben hacerlo estas orquestas curtidas en mil escenarios. Jurowski es uno de los nombres del futuro, su principal director invitado y un músico de rarísima inteligencia, así que no es de extrañar que estos ingleses apuesten por él. Dos propinas primorosas -la inevitable 'Muerte de Tibaldo' de Romeo y Julieta de Prokofiev y el pas de deux del segundo acto de Cascanueces de Chaikovski- cerraron una sesión inolvidable.
Semejante víspera ponía el concierto de clausura del sábado ante una posible y peligrosa comparación, aunque bien es verdad que la presencia del Orfeón Donostiarra daba al mismo una suerte de plus de tranquilidad. La obra, el Réquiem alemán de Brahms, es de gran repertorio y el Orfeón la lleva en la sangre. Además, la Sinfónica de Euskadi y su titular Gilbert Varga suelen ser una garantía. La verdad es que el resultado fue un tanto decepcionante y que a pesar de buenos momentos, el planteamiento de Vargafue demasiado lineal y su deseo de transparencia desembocó en un concepto poco dramático en la sucesión de esos estados de ánimo que cada fragmento de la pieza propone. Olatz Saitua se volcó en su parte por el lado más lírico, mientras el barítono David Wilson-Johnson parecía querer añadir por su cuenta algo más de teatralidad a la visión del director, aunque el volumen se comió a la expresión. El Donostiarra estuvo simplemente bien, esta vez sin ese punto de incisividad, de acento, de gran clase que se le supone.
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