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Columna
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La vuelta

Quienes hace varios milenios redactaron los libros del Antiguo Testamento, nos trasmitieron aquellas páginas, llenas de aforismos y sentencias, que hablan de que hay un tiempo para todo: para nacer y para morir, para sembrar y cosechar, para el trabajo y para el descanso, para la guerra y para la paz. A pesar de su visión profética, quienes redactaron las Sagradas Escrituras judeocristianas se olvidaron de que algún día también habría un tiempo de vacaciones y un tiempo de espanto.

Las vacaciones generalizadas son un fenómeno relativamente muy reciente si las comparamos con la antigüedad de la Biblia. Aunque los ricos romanos ya tuvieron sus quintas campestres donde mitigar los calores estivales y encontrar descanso huyendo de la ruidosa urbe, el pueblo soberano, como mucho y si podía, descansaba los domingos y fiestas de guardar. La revolución industrial y las conquistas sociales pusieron las vacaciones al alcance de casi todos en los países europeos; en lo que hemos venido a llamar el tercer mundo hablar de vacaciones vendría a ser sarcástico y cruel. Pero por estos pagos, y ya es tópico, no intente usted buscar al fontanero durante el mes de agosto: está disfrutando ritualmente de su derecho al descanso veraniego e ilocalizable.

Ese periodo, no bíblico, de vacaciones finaliza con la vuelta al curso habitual de nuestra existencia. Y es entonces cuando echamos la vista atrás, a esas semanas que se evaporaron ya. Y es entonces cuando volvemos a fijarnos en lo que es también nuestro entorno habitual. El nuestro, el valenciano, sigue prácticamente como siempre. Por un lado, largas y soleadas semanas secas que se transforman rápidamente en atolondrados días de lluvia corta e intensa, acompañada de las imágenes habituales de la gente achicando agua; por el otro lado, también lo de siempre: una ministra del Gobierno central aludiendo al hecho de que el llamado turismo de sol y playa -quizás rentable pero depredador de costas y parajes, y depredador de la calidad de las vacaciones-, aludiendo, digo, a que ese turismo tiene los días contados, y la tormenta de improperios que llueven sobre su cabeza desde el desarrollismo desaforado que atenaza y atosiga a los valencianos desde hace varios lustros. Lo de siempre casi como una maldición bíblica. Una maldición bíblica que aquí es como lluvia de cemento y ladrillos sobre el litoral costero. Una lluvia destartalada que causa estragos muy superiores a la atolondrada de estos días que inunda túneles y bajos en nuestros pueblos y ciudades, porque esta última llega sólo al finalizar las vacaciones y el vecindario la recibe con simpatía. Salir en defensa de la ministra Narbona apuntando: el turismo de sol y playa está en la picota crítica de los medios de comunicación europeos, que se vierte en la prensa de países como Alemania mucho vinagre sobre el turismo ruidoso y masivo en un entorno de cemento de nuestro litoral..., es inútil frente a tantos intereses como comporta la política del cemento. Pero, claro, del tiempo de vacaciones no hablaba la Biblia.

Tampoco hablaba del tiempo de espanto con que nos hemos vuelto a tropezar. Un tiempo de espanto con imágenes de decenas de niños acribillados por una violencia que no tiene moderación. Porque en Chechenia, como en cualquier parte del mundo y como escribieron los clásicos hace centenares de años, "no es fácil aplacar ni contener la cólera de una espada, una vez desenvainada". Aunque de un tiempo de matanza de niños a la vuelta de las vacaciones, no hablan las escrituras.

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