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Columna
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El revelado

Escribo, sin conocimiento de algunos desenlaces, al final de esta semana de tan cruda actualidad. Atentados, asesinatos y secuestros nuevos han venido a unirse a los sabidos. Otros nombres, a engrosar la lista acostumbrada: al lado de Gaza, Nayaf y Darfur, Latifiya, Beersheva y Osetia del Norte. Cuánta geografía enseñan el horror y la miseria (más que muchas escuelas y personalmente veo en ello no sólo un rasgo sino un motivo de nuestro tiempo). Sabemos lo que pasa en el mundo, estamos informados, al tanto de las causas primeras de todos esos desastres. Conocemos quién toma los rehenes, quién pone las bombas, quién masacra a la gente en los poblados. La información nos alcanza también para establecer causas segundas: ocupaciones territoriales, codicias, conflictos identitarios. Incluso, con un poco de atención y de búsqueda, conseguimos orientarnos más arriba, en las causas terceras que representan los intereses-marco y las estrategias geopolíticas.

Y podemos nombrar y apellidar todas esas causas del mal, y solemos hacerlo utilizando el plural o el colectivo. Los tales o los cuales son los culpables de tanta infamia; ese u otro gobierno o administración. El uso de la primera personal, singular o plural, es mucho menos frecuente. Raramente decimos "yo tengo la culpa" o "nosotros somos cómplices" de lo que sucede en Darfur o en Bagdad o del hecho de que más de quince millones de argentinos vivan por debajo del umbral de pobreza. ¿Cómo voy a ser yo responsable de lo que pasa allí? O cómplice, que es una palabra casi más terrible, ¿cómo voy a serlo? Y sin embargo, plantearse esas preguntas en primera persona me parece un acto revolucionario; casi el último acto revolucionario que nos queda. Porque ser responsable implica ser libre. Aceptar una responsabilidad directa en lo que pasa supone la capacidad y la libertad de actuar a la contra. Si nuestras actitudes o modos de vida causan el mundo, nuestras actos pueden cambiarlo. Cualquier modificación, por pequeña que sea, en nuestros hábitos tendrá en el mundo una repercusión trascendental.

He escrito estas líneas bajo el impacto de la fotografía que les sirve hoy de ilustración. Se trata de un anuncio, a todo color y de página entera, publicado esta misma semana en un periódico (no éste) de repercusión nacional. El anuncio, que corresponde a una firma de revelado fotográfico digital, reproduce tres veces la misma imagen, cada vez con mayor precisión. "Mejora la calidad de tus fotos dando más definición y separación en los colores", es el lema publicitario, y es la mujer la que va apareciendo cada vez más clara. Es la mujer, primero borrosa y al final nítida en sus diferencias, el objeto que utiliza la empresa anunciadora para vender su excelencia técnica, la estupenda "separación de colores".

Confieso que al ver ese anuncio he sentido indignación; y repugnancia, que es su forma sensible, concreta; y también, vergüenza de ser occidental (en primera persona). Estoy convencida de que actitudes así son eslabones de la cadena causal que conduce a Osetia del Norte o a Darfur. Que cambiarlas, cambiará el mundo. Pero verlo, me ha tocado también otra fibra profunda; mis cimientos identitarios. Por eso concluyo, (y puede leerse como un adelanto de posiciones para el debate sobre la identidad nacional que se nos avecina), con estas palabras de Virginia Woolf: "As a woman I have no country"; como mujer no tengo país. Lo que para mí no significa no ser de ningún lugar, sino pertenecer a todos los lugares de la condición femenina. Lo que también puedo explicar diciendo que me siento mucho más cerca identitariamente de esa mujer que concentra su dignidad en su gesto impasible; que defiende su dignidad cerrando los ojos, negándose a mirar al pajarito; muchísimo más cerca de esa mujer, de la que en apariencia todo me separa, que del hombre revelado en la foto, sonriente, indiferente. Mi identidad se aparta de él con energía, se llame como se llame, hable la lengua que hable, venga de donde venga.

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