Identidades y mestizajes
Los mestizajes culturales son consecuencia del multiculturalismo global. Acaso su origen histórico esté en la cocina, cuyos platos típicos, como la paella, el gazpacho, el cocido madrileño o el cuscús nacieron de modo acumulativo, como fruto híbrido de las carestías cotidianas: había que echar en el puchero todo lo que se tenía en casa. Este no es el caso del ciudadano belga que va en coche alemán a trabajar en una multinacional canadiense en Luxemburgo, ante un ordenador japonés, y que almuerza en un restaurante italiano, bebe whisky escocés a media tarde y, tras cenar en un restaurante chino, se programa en su DVD doméstico holandés un filme de Hollywood.
Se trata de un europeo apresado en la monocultura occidental.
Estados Unidos constituye, en cambio, un caso singular, por el espectacular crecimiento demográfico de la minoría hispana, que tanto asusta a Huntington. Antonio Banderas, la cocina tex-mex o la música salsa pueden representar el vector hispano en aquel país, pero de una cultura no hay que medir sólo su vector cuantitativo sino también el cualitativo. Los académicos están orgullosos de la expansión demográfica hispana, pero sus índices de lectura y que el castellano sea el cuarto o quinto idioma en Internet miden su peso real en el mundo de las ideas.
Los patrones que rigen la condición femenina y la igualdad de género en Nueva York no son los mismos que en Riad, Lagos u Osaka. Por tanto, cuando se habla de mestizaje hay que saber hasta dónde se llega. Hablamos desde un mundo en el que escuchamos música brasileña y comemos chopsuey. Pero hay frentes mucho más resistentes a la apertura mestiza hacia los derechos democráticos de otras culturas.
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