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Crónica:CRÓNICA INTERNACIONAL
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un creyente del buen futuro

Al releer esta recopilación de los últimos ensayos políticos de mi padre, Edward W. Said, me conmueve la pasión y el compromiso de su mensaje, firmemente enraizado en el humanismo laico que propugnó de forma incansable. Sus análisis dejan al lector la profunda impresión de enfrentarse a una imponente fuerza moral que no puede habernos simplemente abandonado, así como así. Sorprendentemente, mi padre me pedía mi opinión acerca de cada uno de los ensayos que conforman este volumen y me sentía honrado y halagado cada vez que lo hacía. Por supuesto, en su trabajo solicitaba muchas opiniones, que a menudo valoraba en gran medida, pero sus principios básicos nunca vacilaron. Uno de ellos es el tema principal de este libro: que los palestinos tienen los mismos derechos que cualquier otro pueblo y que ningún documento histórico puede negarles una posición tan evidente. El principio de igualdad que defendía también se extendía firmemente al resto del mundo árabe, en el que la autocracia, el estancamiento y la corrupción privan de poder y de derechos al pueblo día tras día.

"Pero Wadie ¿acaso se ha intentado antes? ¿Hemos intentado dialogar (con los israelíes) y hacerles ver que nuestro expolio es fruto de su conquista?"

Estos escritos son el testamento de un hombre dedicado a documentar lo que le ocurría a la gente del mundo del que procedía, con una elocuencia y un estilo raramente igualados por el comentarista político moderno. Mi padre plasmó en su obra una vida dedicada al saber en erudición en temas tan variados como la crítica literaria, la ópera, la historia y, por supuesto, la política. Me sentí lo bastante intimidado por la fuerza y el poder de sus textos políticos como para descartar mi propia contribución a documentar las dificultades de los palestinos, al menos con el mismo rigor y consistencia. No le hubiera gustado oírme expresar estas reservas, teniendo en cuenta que estas páginas están llenas de exhortaciones para denunciar y recuperar el terreno moral en manos de la maquinaria propagandística, que ha distorsionado el verdadero panorama de la vida en Palestina y en el resto del mundo árabe. Quizá fuese este sentimiento la razón que me llevó a no escribir sobre aquella experiencia en la que unos agentes de aduanas israelíes nos negaron a mi esposa y a mí la entrada en Cisjordania en junio de 2003. Al llegar a la terminal de aduanas nos separaron, nos registraron exhaustivamente y a mí me sometieron a la singular humillación de un interrogatorio y una detención de cuatro horas por parte de un agente del Shin Bet [Servicio de Seguridad General], quien, de forma rutinaria, fotocopió y revisó el contenido de mi cartera y mi pasaporte, todo en nombre de la "seguridad". Todo esto se produjo a puerta cerrada, con guardias armados a mi alrededor, mientras mi esposa esperaba en otra zona de la terminal de aduanas, sin tener ninguna información sobre mi situación. Aunque el trato que recibimos no es nada comparado con el que sufren muchos palestinos, mi padre lo consideró de importancia y me instó a documentarlo públicamente, tanto como pudiera. Aunque le juré que escribiría sobre esta experiencia, es ahora, después de su muerte, cuando puedo cumplir mi promesa.

Creo que mi padre era un destacado palestino que no creía, como escribe David Hirst, que los palestinos están "condenados, por sus propias carencias y por la superioridad de su enemigo, a la derrota y parecen saberlo de forma inconsciente". Siempre luchó para poner de manifiesto que, como pueblo, éramos capaces de mucho más de lo que suponían nuestros líderes y el resto del mundo y se enorgullecía del tremendo coraje que demostraban y siguen demostrando los propios palestinos. Como queda patente en estas páginas, los dos viajes de mi padre a Suráfrica, en 1991 y 2001, tuvieron un profundo efecto en su opinión sobre cómo debía desarrollarse la lucha. Una campaña informativa seria en Estados Unidos, Europa, Asia, África y, principalmente, en Israel, junto con un programa de desobediencia civil en Palestina, eran los únicos métodos reales para acabar con la ocupación israelí y aportar una solución justa al conflicto. El modelo surafricano, valiente y único en la historia del anticolonialismo, abría una vía para los palestinos. Los líderes y la élite ni siquiera querían oír hablar de ello, preferían embarcarse en negociaciones secretas y discutir sobre los derechos más básicos y sagrados como si se tratara de un simple regateo. Por ello, me resultó extraño, e incluso impropio, que tantos miembros de la burocracia palestina y árabe vinieran a presentar sus respetos a mi familia cuando falleció mi padre. Quizá no oyeran lo que dijo sobre ellos o no quisieron escuchar y se limitaron a celebrar que era una "gran figura".

Pero mientras los líderes y la intelligentsia palestina y árabe han adolecido del sentimiento de que estaban predestinados al fracaso y se han comportado en consonancia, el pueblo no sufre este mal. Fue esa creencia la que impulsó a mi padre a escribir y hablar como lo hizo. Debo confesar que no siempre estuve convencido de la viabilidad del modelo surafricano y no creía que pudiéramos dirigirnos al pueblo israelí y negociar con él, ya que parecía apoyarse en impenetrables conceptos de victimismo y superioridad al tratar con nosotros a todos los niveles. "Pero, Wadie", decía él, "¿acaso se ha intentado antes? ¿Hemos intentado dialogar y hacerles ver que nuestro expolio es fruto de su conquista?". Su visión era la de dos pueblos viviendo en un Estado, ya que no cabía una solución armada. Sin embargo, para mi padre, el conflicto nunca podía resolverse mediante negociaciones secretas y acuerdos anónimos que dependían únicamente de la generosidad y la buena voluntad de la parte más fuerte, es decir, de los israelíes. Por eso, me atrevo a decir que hubiera denunciado los llamados Acuerdos de Ginebra, el plan Ayalon-Nusseibeh o cualquier tipo de acuerdo secreto y chapucero al que llegara la élite palestina con un interlocutor israelí sin consultarlo antes con el pueblo.

No es que mi padre disfrutara siendo un sabio y prediciendo el fracaso de los Acuerdos de Oslo y el denominado "proceso de paz". Se sentía tan desolado como todos por el continuo deterioro del destino de los palestinos. Aunque muchos me decían lo mucho que les gustaban sus escritos, no percibían un proyecto de futuro en sus palabras. Obviamente, estaban totalmente equivocados. Mi padre tenía ideas para resolver el conflicto, pero tanto palestinos como israelíes se negaban a rendirse a la realidad de que dicha solución requeriría mucho tiempo y esfuerzo y que, en última instancia, exigiría a las partes implicadas que aceptasen la presencia del otro. A menudo quise preguntarle por qué no intentó liderar el movimiento que había fraguado, ya que le consideraba alguien capaz de reunir los apoyos necesarios en diversos círculos de todo el mundo. El motivo de mis dudas era que su enfermedad, que finalmente acabó con él, le impidiera desempeñar permanentemente el papel de activista y líder político y sabía que pedírselo era arriesgarse a debilitarle, aunque fuera momentáneamente. Aunque en su libro sólo escribe sobre su enfermedad de forma breve e intermitente, la sensación de urgencia que generó, conformó y determinó claramente su mensaje.

Aunque la pérdida de la voz y de la presencia de mi padre es difícil de sobrellevar, sus escritos quedan como un testamento sobre la victoria histórica que puede lograr un pueblo oprimido. El recuerdo más poderoso que conservo de él es su dedicación a expresar sus ideas y a mantenerse informado, por enfermo o débil que estuviera. Durante nuestros innumerables desplazamientos al hospital en sus últimos días, cuando estaba demasiado débil y cansado para hacerlo él mismo, a veces me pedía que le leyera el periódico, escuchando pacientemente mis precipitados y espontáneos comentarios. Todavía me duele recordar que en su último día consciente antes de sucumbir a su enfermedad, mi padre se vio abrumado por la emoción, porque creía que no había hecho lo suficiente por los palestinos. Todas las personas que presenciaron aquella extraordinaria escena quedaron atónitos: si Edward Said no ha hecho bastante por los palestinos, ¿qué hemos hecho nosotros? A esto deberán responder las generaciones presentes y futuras, pero nuestro abrumador sentimiento de pérdida se ve igualado por nuestro inmenso sentimiento de afecto y gratitud por su brillante ejemplo.

El politólogo Edward W. Said, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 2001.
El politólogo Edward W. Said, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 2001.RICARDO GUTIÉRREZ

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