_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El río ciudadano

Las capitales, las grandes ciudades, los pueblos importantes necesitan el bautismo del mar o de un río caudaloso. No hay lugar, apenas aldea que no esté recostada sobre el enorme litoral de los tres mares, Cantábrico, Atlántico y Mediterráneo, de Irún a Bayona, de Ayamonte a Rosas. Y en el interior, por los ríos que la cruzan con esfuerzo, sorteando cordilleras que no están en el mejor sitio. Poca suerte han tenido y no disfrutamos de esas prolongadas y majestuosas curvas que se van enroscando en la llanura, con pereza por llegar al encuentro de las aguas saladas. Mientras, van fertilizando como pueden, creando vida vegetal a lo largo de su curso. Las montañas encadenadas cruzan la geografía como navajazos y son los obstáculos para las fluidas corrientes que adelgazan, parece que se van a perder y casi nunca garantizan un caudal decoroso.

Podríamos decir -se ha dicho en muchas ocasiones- que España vive de espaldas al mar, y también de los ríos. Son pocas las ciudades que se miran en su dilatado horizonte, quizás porque en otros tiempo de la mar llegaban las desgracias, las invasiones, los piratas: Santander, Gijón, La Coruña, sí... Las demás se desarrollan tierra adentro, tras los barrios marginales. Quizás haya empezado Barcelona, con la creación de la Villa Olímpica, pero el ciudadano buscaba la seguridad en el interior, cosa comprensible en los pueblos ribereños del Marenóstrum, donde la amenaza siempre aparecía por el Este. No sé ahora, pero antes gran parte de los barceloneses apenas conocían el puerto y las riberas aledañas. Palma de Mallorca se arquea en su bahía, pero las playas del Arenal están colonizadas y habitadas por escandinavos y teutones. Por allí, rara vez se ha visto a un oriundo.

Los ríos han tenido mejor suerte. Como la mayor parte de nuestra historia la hemos pasado en pie de guerra, el agua corriente fue, asimismo, frontera y parapeto, tras el cual también se agazapaba el enemigo. Hemos disfrutado apenas de esa línea vital que separa y une, al mismo tiempo las aglomeraciones donde vive el hombre. En nuestro Madrid rara vez nos acordamos del Manzanares, que no ha logrado embellecer la ciudad. El Sena empapa y distingue a París; el Danubio enaltece a Viena y Budapest; el Támesis es el emblema de Londres, hace tiempo resucitado de la contaminación. Entre nosotros ha encontrado cierta notoriedad el Pisuerga, por la feliz circunstancia de pasar por Valladolid; el Tajo cerca y asedia Toledo con un lejano abrazo, para poner distancia entre sus orillas y el empecinado Zocodover. Los madrileños, hemos de conformarnos con un aprendiz de río y reirnos de él y de nosotros mismos, hasta cuando un alcalde tuvo la peregrina idea de lanzar patos que pronto terminaron en la cazuelas de individuos con buen diente.

No le sabemos sacar provecho a su manso recorrido, aunque lo ennoblecen algunos hermosísimos puentes, apenas conocidos del pueblo que no viva en los barrios bajos. Ni siquiera estoy seguro de que sigan celebrándose romerías y verbenas en la pradera de San Isidro, que escuchó la alegre algarabía de las lavanderas. Se le ha querido dotar de dignidad, embalsando las aguas arriba, para ensanchar la vena, incluso recuerdo un paseo en la lancha motora de una empresa hidroeléctrica pero, hasta la fecha, Madrid ha dudado en pasar a la otra orilla, que alberga alguno de las sacramentales o cementerios más hermosos. Se construye afanosamente, aunque falte tiempo para acreditar las nuevas barriadas.

Un par de viejos, queridos y ya difuntos amigos, dos humoristas señeros en nuestras letras, llegaron en automóvil, de madrugada, a Sevilla, tras un extenuante viaje de 15 horas, desde Madrid, poco antes de la Guerra Civil, época difícil de evocar en nuestros días. Se detuvieron en el más famoso de los puentes, cosa hoy impensable por el tráfico y las ordenanzas municipales y contemplaron, en silencio, la aún oscura corriente, cabrilleando tras sortear los pilotes. Iba algo crecido, ancho, navegable como siempre fue el Guadalquivir hasta la capital. Tono concretó sus pensamientos y le dijo a Mihura, su compañero de excursión: "Y pensar que a este río le he visto yo nacer en Cazorla. La fresca, juvenil y espumosa veta se despeña desde la serranía, alcanza señorío y sosiego al pasar por la que hubiera debido ser la capital de España, para desembocar en América, cuando ambos lados de la terrestre esfera dependieron de Sevilla y de Lisboa. Si no fuera por las calores de julio y agosto...".

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_