Favoritos
La edición europea de The Wall Street Journal informaba hace poco de la existencia de un programa informático capaz de prever cuántas medallas ganarían 34 países de los que han participado en los recién clausurados Juegos Olímpicos. Los profesores estado-unidenses Andrew Bernard y Megan Busse sostienen que, en el caso de los países más ricos y desarrollados, el acierto deportivo de los atletas no es el dato más relevante para afinar el pronóstico. Sí lo son, en cambio, el peso demográfico, el producto interior bruto por habitante y la ventaja de organizar la fiesta. Según estos teóricos del pronóstico, Estados Unidos ganaría 93 medallas (ha ganado 103), Rusia 83 (92) y Alemania 55 (48).
El resultado se aproxima bastante a la realidad, como ya ocurrió en los Juegos anteriores, en los que el dúo Bernard-Busse consiguió acertar con un margen de error de sólo cuatro medallas. O, por lo menos, eso dicen ellos, ya que dudo de que alguien se haya tomado la molestia de ir a comprobarlo.
A juzgar por la aproximación de esta quiniela ateniense, no obstante, volvemos a enfrentarnos a la ley más dura del deporte: la de los favoritos. El favorito no tiene por qué ser el mejor, pero sí debe parecerlo. En la vida civil y no deportiva es fácil reconocerlos. Si estás en la barra de una discoteca y entra un tío cachas, rubio, de ojos azules y sonrisa encantadora, moviendo las llaves de un coche deportivo como si fueran unas maracas y llevando una ropa cara y de marca que se ciñe a su cuerpo sin exceso de grasa, estás ante un favorito. Pues en el deporte ocurre algo parecido, aunque, para darle más emoción al asunto, abunda el factor sorpresa.
El factor sorpresa consiste en que el guaperas cachas resbale al entrar en la discoteca, tropiece, se rompa la crisma, tenga que ser trasladado en ambulancia y tú puedas intentar consolar a las personas de ambos sexos que le echan de menos.
En Atenas, algunos de los favoritos las han pasado canutas. En baloncesto, Estados Unidos perdió su avasalladora supremacía, quizá porque sus jugadores invierten tanta energía tatuándose, mascando chicle y poniendo cara de psicópatas que les quedan pocas fuerzas para vencer a sus rivales.
Ha habido otras sorpresas y, como siempre, los países pequeños y menos desarrollados han despertado las simpatías, por la escasez de medios invertidos y por un producto nacional bruto tan bruto que ni siquiera merece el nombre de producto. Son la sal de los Juegos porque alimentan nuestros buenos sentimientos y nos hacen revivir el espejismo de David contra Goliath. Pero, a juzgar por la frialdad de las cifras y la aséptica rotundidad del medallero, no nos engañemos: estadísticamente, Goliath no sólo es siempre favorito, sino que, además, casi siempre gana.
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