La Discóbola
Algunas noches en las que no puedo dormir, porque el sapo croa, el búho ulula, el perro ladra, y el gato maúlla, me levanto de la cama y miro a mi santo que está entregado al feliz sueño, porque él está convencido de que en el campo se masca el silencio. ¡Dejémosle vivir con su ilusión! En cambio, yo, mujer sensible, me levanto y me voy al salón, completamente desnuda, a ver las Olimpiadas. Es algo que no puedo hacer cuando están los niños porque nosotros no somos como esos padres alemanes que se desnudan delante de sus hijos porque hay que vivir el cuerpo con naturalidad y desayunan todos desnudos en esa caravana diminuta en la que veranean, porque los alemanes desayunan desnudos en sus caravanas mientras recorren el mundo. No, amigos, dejemos esas costumbres para Alemania, en España de toda la vida de Dios, los hijos no hemos sabido qué escondían nuestros padres detrás de la ropa y hemos sido muy felices. Sigo: lo malo de ir completamente desnuda a altas horas de la madrugada a ver las Olimpiadas es que a veces se te engancha el dedillo del pie en alguna puerta y entonces te cagas en Sanpitopato y tienes que llegar al sofá a la pata coja y tirarte en plancha. Pero hoy yo quería contar algo más personal. La otra noche, viendo las Olimpiadas, completamente desnuda, lloré. Fue sólo una lágrima, pero en esa lágrima estaba contenida toda mi vida. Yo, queridos amigos, si no hubiera sido escritora de culto, habría sido lanzadora de disco. Estas dos vocaciones, la física y la intelectual, tiraban de mí hasta casi desgarrarme. A los 13 años yo quería ser olímpica. El entrenador del colegio me fue probando en todas las modalidades y en todas fracasé sobremanera, pero felizmente dicho entrenador descubrió que yo tenía un don para el lanzamiento de disco. Lo lanzaba a unas distancias sobrehumanas para una niña de tan poca envergadura como yo. El problema, ay, es que no sabía en qué dirección lo lanzaba. Yo tiraba el disco y cerraba los ojos y aquello era una lotería. Sólo cabían dos resultados: o ganaba o quedaba eliminada porque el disco se había ido a tomar por saco. Un triste domingo en el que se jugaba la final de atletismo, yo me coloqué en mi posición de tiro. Era conocida como la Discóbola. Esa mañana estaba un poco inquieta porque tenía unos pelillos que afeaban mi axila. Los pelillos me causaban vergüenza y desazón. Sería por ello que lancé el disco con fuerza pero alocadamente, cerrando los ojos, como siempre. De repente, oí gritos. Todo el mundo se había precipitado hacia la pista de los corredores. En el suelo yacía un niño del Ramiro de Maeztu, el favorito de la modalidad de marcha, el Paquillo de mi época. Un charco de sangre rodeaba su cabeza y las miradas de los otros niños me superacusaban. ¿Lo había matado? No, gracias a Dios. Luego he visto a dicho niño de alcalde por el PP en un pueblo de la sierra. Pero vaya, no quiero sentirme responsable de eso, ni creo que tenga nada que ver. El caso es que ahí acabó mi carrera olímpica. Y un día le conté a un crítico (también de culto) esta triste historia y va y me dice: "El mundo se ha perdido una gran lanzadora de disco". Y aún estoy dándole vueltas a qué me quiso decir con tan críptico comentario.
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