Salto a la fama
Joan Lino Martínez, de origen cubano, alcanza el tercer peldaño del podio tras los norteamericanos Philips, oro, y Moffit, plata
Joan Lino Martínez sabe esperar. Lo ha hecho demasiadas veces en su vida. Tampoco pudo evitarlo ayer en la mejor noche de su vida. Esperó con incertidumbre y tensión los repetidos saltos de John Moffit, de Beckford, del gran Pedroso. Todos perseguían la marca que había logrado en el segundo salto: 8,32 metros. Son temibles saltadores de las mejores escuelas del mundo. Un estadounidense, un jamaicano, el cubano que ha dominado los saltos en los últimos ocho años. A todos esperó Martínez más de un hora, hasta que finalmente respiró. Su salto valía la medalla de bronce. Entre sus rivales, sólo el joven Moffit le sobrepasó con 8,47 metros. Porque hubo un saltador que no halló adversarios. Fue el norteamericano Dwight Philips, intratable esta temporada. Disfrutó de la medalla de oro desde el primer intento, un largo vuelo de 8,59 metros que no tuvo respuesta. Nadie estaba en condiciones de acercarse a esa marca.
Estaban encorvados, la mirada fija en la tabla, buscando algún tipo de huella en la plastilina
El momento que marcó la prueba ocurrió en el segundo intento de Lino Martínez, español desde hace dos meses. Un laborioso proceso de nacionalización le desanimó varias veces. Casado desde hace cuatro años con una española, los trámites burocráticos no avanzaban con la agilidad que deseaba. En el sofá de su piso de Guadalajara vio por televisión los Mundiales de Edmonton y París sin hacer realidad el sueño de cualquier atleta. Lino Martínez se había curtido en la excelencia de la escuela cubana, encabezada por Iván Pedroso, el prodigioso saltador que todavía hoy, con toda clase de dolores, es capaz de una genialidad en el aire. Nunca pudo saltar Lino en los Mundiales y temió no conseguirlo en los Juegos de Atenas. Pero esperó. No regresó a Cuba, no abandonó el atletismo, no desfalleció. Aquellos trámites tan lentos se aceleraron en los últimos meses. En julio terminó la espera. Juró la Constitución, recogió su pasaporte y fue convocado para los Juegos de Atenas. Nada se sabía de su trayectoria en un país fascinado con Yago Lamela. Sin embargo, Lino Martínez era alguien en el atletismo, un atleta de talla media, con un físico nada imponente, pero con una velocidad muy interesante, sobre todo porque la traducía inmediatamente en largos saltos. Uno de ellos se produjo ayer en Atenas, en medio del suspense. Así suele suceder con Lino Martínez.
Un pequeño ejército de hombre con levitas negras y gesto muy serio se reunió en conclave alrededor de la tabla. Lino Martínez acababa de cerrar su segundo intento con un buen salto que todavía no estaba medido. La escena recordaba La lección de anatomía, de Rembrandt. Estaban encorvados, con la mirada fija en la tabla, tratando de discernir si había algún tipo de huella en la plastilina. El concilio se alargó tanto que el saltador español se añadió al grupo. La pisada se había ajustado tanto que algunos jueces dudaban de su legalidad. Por fin, los hombres de negro llegaron a un acuerdo. Uno de ellos levantó un banderín blanco. El salto tenía todas las bendiciones. Un salto de 8,32 metros, nada menos. Sólo Dwight Philips lo superaba con sus fabulosos 8,59 metros. En ese momento comenzó la cacería a Lino Martínez.
Para Yago Lamela no hubo oportunidad de superar la marca de su nuevo compañero. Llegó sin demasiado a la final y de la misma forma se retiró. Dos saltos nulos y un tercero muy discreto: 7,98 metros. No podía resolverse en Atenas un año de problemas con el tendón izquierdo, de inseguridades no corregidas en las últimas semanas. Se retiró cabizbajo, con media sonrisa. Parecía tranquilo, pero su insatisfacción era evidente. Estaba destinado a pelear con Pedroso, con Dwight Philips, con cualquiera que se atreviera sobre 8,50 metros. Lamela saltó eso y un poco más en 1999, pero hace tiempo que no se acerca a sus viejas marcas. En Atenas cedió el testigo a otro saltador, a Lino Martínez.
El salto de longitud reúne muchas particularidades. Una de ellas es su carácter imprevisible. Es una prueba sin apenas seguridades. Por supuesto, Philips es ahora la seguridad hecha saltador, pero Lino Martínez atravesó una hora de nervios ante los ataques de sus rivales a la marca que provisionalmente le colocaba en el segundo puesto. Tenía razones para sentirse preocupado. Moffit es el típico joven saltador, irregular, decepcionante en ocasiones. Pero es estadounidense y eso cobra un valor muy especial en las grandes competiciones. Son capaces de cualquier hazaña. En el quinto saltó lo demostró. Saltó 8,47 metros, la mejor marca de su vida y dejó al español en un situación inquietante. Defendía su tercer puesto a duras penas. Otro notable, el jamaicano James Beckford, había saltado 8,31 en el cuarto intento. Sólo un centímetro les separaba. Sin embargo, Beckford no lo consiguió. Fracasó en sus dos últimos saltos. Quedaba Pedroso, el hombre de los milagros. Durante toda su carrera ha ofrecido lo mejor de su talento como saltador en los momentos críticos. Poco importan en Pedroso las lesiones, los dolores, la edad. Nadie es más temible en el último salto. Lamela lo sabe mejor que nadie porque ha padecido la excelencia del cubano. Y Lino lo sabe de primera mano. Viene de la misma tierra. En el último salto, Pedroso, casi sin velocidad, pero intacto como gran competidor, produjo una de sus especialidades, un salto diferente, largo, quizá suficiente para arrebatar el tercer puesto a Martínez. Esta vez, no. La marca, 8,23 metros, era insuficiente. La larga espera de Lino Martínez recibía por fin su recompensa: una medalla olímpica.
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