Papá se va al Olimpo
Las grandes metáforas clásicas se quedan cortas para tantas gestas extraordinarias, entre citas bíblicas y el libro de los récords. Las comparaciones de las antologías no sirven para dar una idea aproximada de estos sorprendentes desafíos a la fuerza de la gravedad, a la velocidad del viento y a los límites de la resistencia humana, más del lado de la mineralogía que de la zoología. Es extraordinario el espectáculo del esfuerzo muscular, de la gloria efímera y de los héroes coronados con el laurel inestable del podio. Walkirias saludables, apolos con sobrepeso, gacelas humanizadas en perfiles de sílfides volanderas, ninfas inverosímilmente flexibles maquilladas de máscaras venecianas, los ombligos femeninos como estrellas fugaces y las manos masculinas como zarpas. Los saltadores son como tigres y los nadadores como delfines de circo. Corren como gamos, saltan como cabras y golpean con la contundencia del destino inexorable. Estas hazañas nos sobrepasan y ni siquiera tenemos el recurso de la teología para explicarlas. Nuestra perplejidad no tiene fronteras y nuestra admiración linda con el infinito. La envidia nos corroe como un ácido que se nos derramara en el alma para desleirla en la nada. Y menos mal que los Juegos no duran más allá de cuatro semanas porque, si no, acabaríamos yendo al psiquiatra y tenemos cuatro años para reponernos.
Porque, frente al entusiasmo colectivo, hay algo que no cuadra. Los Juegos son agridulces como la vida misma. Por un lado ofenden la humildad de nuestro sedentarismo impenitente y por el otro nos divierten con sus superhombres de pacotilla. Parece mentira que la Grecia de Platón y de Aristóteles nos dejara un legado tan infantil que se le ven las costuras. La historia universal de la violencia cabe en la carrera de los 100 metros; los monstruos de Shakespeare los furibundos seguidores de Darwin, los discípulos de Bush encerrados en un estadio, con el fondo histérico de los nacionalistas vociferantes. El zoo asoma la oreja en los metros finales de las carreras de onda larga. Las yudocas nos asustan, los ciclistas nos extenúan, las gimnastas nos enloquecen, las nadadoras clónicas nos irritan, las tenistas nos aburren, los caballistas nos indignan con sus dóciles caballos amaestrados a fuerza de palos y de halagos hasta hacerles perder la dignidad. Las pruebas del triple salto nos recuerdan los mítines de Aznar, cayendo en el albero del ridículo de los cinco metros y medio. A veces nos tememos que el peso de los lanzadores traspase la pantalla y nos destroce el inocente mobiliario del cuarto de estar. Y esperamos inútilmente que lo haga la campeona sueca del decatlón.
Las medallas representan una tradición y nos recuerdan la medallas piadosas de nuestra infancia indefensa entre el fetichismo y las antenas antiparasitarias. Y detrás las lipotimias crueles, los calambres asesinos, los codazos entre bambalinas. Y ¿qué me dices de los directivos corruptos, los atletas dopados, los jueces venales, los entrenadores sádicos? ¡Menuda educación para nuestros hijos! No creo que merezca la pena tantos sacrificios por salir cinco minutos en la televisión. Y, para más inri, las locutoras sonríen como si anunciaran el nacimiento de Venus. Homero no lo supo hacer mejor y Virgilio se quedó a medio camino pensando que los emperadores proceden de los dioses. Porque para dioses esos tiradores que meten la bala en un centímetro cuadrado a distancia o esos remeros que huyen como alma que lleva el diablo. El lanzador de la jabalina nos recuerda nuestros orígenes de Altamira y el discóbolo nos advierte de que es difícil superar a los museos. Rodin todavía podría aprender algo.
Nuestro tiempo adora el éxito inmediato y desprecia la vida. Pero la vida no es una competición, sino un gozo. Ya decía nuestro Calderón que la vida es sueño mientras la tele insiste hasta las tantas excitando nuestras reservas gonadales. ¿Quién dijo que los Juegos los organizan las multinacionales de las marcas de prendas deportivas? Pero para ser un anuncio resulta demasiado largo.
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