LA NARCOSATÁNICA
Todas las mañanas, al levantarme, me pregunto: '¿Qué me pongo? ¿Beige? ¿Beige? ¿O beige?". Sara Aldrete tiene las manos en las caderas y la cabeza alta, en un gesto teatral tipo diva de Hollywood. "Mmm... pues sí. Me veré bien en beige".
El fotógrafo que me acompaña y yo somos su público. Es lista y divertida. Una actriz con chispa. Nos reímos, en parte porque la broma es buena, y en parte porque acabamos de conocernos, hay cierta tensión y, al burlarse de su propia situación, está rompiendo el hielo. La broma es que todas las internas de la cárcel de mujeres en la que vive desde hace 15 años están obligadas a vestir de beige. "Danos hoy el beige nuestro de cada día, amén", se lee en el libro que ha escrito sobre sus experiencias, titulado Me dicen la narcosatánica.
"La concubina del diablo" llamaron los medios a Sara Aldrete tras su detención
Escribe, pinta, ha asistido a muchos cursos, y enseña a otras presas inglés o yoga
"Quienes me torturaron están en la calle, y yo aquí, pudriéndome por dentro"
Sara Aldrete es la presa más famosa de México. En su país es la antiheroína por excelencia. La prensa estuvo casi un año hablando de ella después de que la detuvieran en mayo de 1989, acusada de ser la "sacerdotisa" de una banda de narcotraficantes que presuntamente llevaba a cabo rituales satánicos en los que se incluían sacrificios humanos. Se dijo que Aldrete, conocida también como "la madrina" y "la concubina del diablo" y condenada a 647 años en 1995, era la amante del jefe de la banda y máximo satánico, Adolfo Constanzo, un estadounidense de origen cubano al que se atribuía haber torturado, sodomizado y despedazado, al menos, a 13 hombres.
Sin embargo, la Sara con la que hablamos, a sus 39 años, tiene pinta más bien de ser una triunfadora en el mundo de los negocios, algo así como una directora creativa en una empresa de publicidad. En el caso de otras presas, parece que lo que llevan puesto es un saco de patatas, mientras que Sara -con los labios pintados de rosa claro, una delicada pulsera de oro, las gafas de sol apoyadas sobre su melena rubia teñida- tiene un aspecto tan elegante como cualquier mujer de las que desfilan por los centros comerciales más selectos de México DF. Los pantalones ajustados son beige, efectivamente, pero la camisa, de una especie de gamuza sintética, es de color chocolate, lo cual sugiere que debe de haber negociado con las autoridades carcelarias cierto grado de flexibilidad a la hora de vestir.
La impresión es acertada. Tiene a sus carceleros en la palma de la mano. ¿Cómo explicar, si no, el cuarto en el que pasamos nuestras tres horas de conversación? Para aumentar aún más la sensación de encontrarnos en presencia de una mujer profesional, estamos en un despacho que nos ha prestado uno de los funcionarios de la prisión. Ella, siempre al mando, está sentada en una silla alta, detrás de una mesa en la que hay un ordenador, un teléfono y varias carpetas cuidadosamente ordenadas.
Lo que resulta algo sobrenatural en ella es su tamaño -mide 1,86 metros y tiene la constitución musculosa de una nadadora olímpica-, además de unos ojos de color verde claro, casi amarillos como los de un gato. Pero es tan graciosa, charlatana y coqueta que cuesta imaginar que haya hecho las cosas de las que se le acusa. Su procedencia también es impoluta, típica clase media: recibió su educación secundaria en Brownsville, Tejas, y, aparte de ser perfectamente bilingüe, su expediente revela que fue una alumna modelo y una magnífica deportista, que enseñaba tenis y aeróbic en su tiempo libre y que obtuvo una beca para estudiar danza.
¿Es verdad?, le pregunto, ¿es una narcosatánica? "Mira", responde, mirándome a los ojos con una sonrisa irónica. "Mi único delito es haber conocido a Adolfo Constanzo. Era joven, aventurera y curiosa, y me junté con él porque estaba estudiando antropología, había empezado a interesarme la santería y me pareció un tipo interesante. Había cumplido sus rituales de iniciación cuando era joven, en Haití, tenía categoría de sacerdote y tenía montones de clientes que, como descubrí, le pagaban mucho dinero por la protección de sus rituales".
La santería, que es el nombre que se le da al tipo de brujería que practicaba Constanzo en México, tiene fama de contar con numerosos adeptos, no sólo entre los mexicanos pobres y supersticiosos, sino entre los ricos y poderosos. Como ocurre con otras formas latinoamericanas de vudú, inicialmente importadas de África, suele incluir sacrificios de animales. A Sara la inició en una habitación oscura el propio Constanzo, el "santero", en una ceremonia que llamó "bautismo" y que supuso sacrificar un gallo y un cabrito y untarle con su sangre.
"Ésa es la única parte de la historia que cuentan que es cierta", dice, sentada en su trono del despacho. "Yo creía en la santería. Los rituales que conocía tenían que ver con animales. Pero nunca, nunca con personas". ¿Y la relación con el narcotráfico? "Nunca tuve nada que ver. Y Adolfo tampoco, que yo supiera. Pero sí es verdad que protegía a los traficantes con su santería". Lo que sí sería verdad es que era su amante, ¿no? "Para nada. Éramos amigos. A su manera, estaba enamorado de mí. Pero yo siempre me mostraba fría y seca. No me atraía como hombre. Además, tampoco le conocía tanto, ni siquiera como amigo. En los 18 meses que estuvimos juntos, nos vimos quizá ocho o diez veces".
Si hubiera estado enamorada de él, tal vez le habría acompañado voluntariamente cuando la policía le perseguía, en abril de 1989. En cambio, dice, él la secuestró y la obligó a compartir con él y otros miembros de su banda cuatro semanas enloquecidas de recorrer en coche la ciudad de México y sus alrededores, esconderse en pisos y moteles, ver en todas partes sus rostros expuestos en televisión y periódicos, esquivar controles de la policía, con las armas siempre dispuestas en un clima creciente de histeria, miedo y caos asesino que a Quentin Tarantino le habría costado imaginar. La banda de Constanzo pasó de ser uno más de los grupos criminales mexicanos que actúan con impunidad a ser la banda más buscada de México, después de que se descubrieran 13 cuerpos mutilados y enterrados en un rancho en el Estado norteño de Matamoros. Normalmente, la cosa no habría causado gran escándalo, dado que Matamoros está lleno de narcodelincuentes, salvo por el detalle de que uno de los muertos era estadounidense. Washington presionó enormemente a México para que le entregase a los culpables, en un momento en el que el Gobierno mexicano, encabezado por el presidente Carlos Salinas de Gortari, estaba ansioso por llevarse bien con Estados Unidos.
El sangriento desenlace del drama se produjo después de que Sara, convencida de que Adolfo iba a matarla, arrojara un papel a la calle por la ventana de la habitación en la que estaba encerrada. El papel decía: "Por favor, llamen a la policía judicial y díganles que en este edificio están los que buscan. Díganles que tienen a una mujer como rehén. Se lo ruego, porque lo que más quiero es hablar, o matarán a la chica".
Horas después hubo un espectacular tiroteo. Constanzo y su principal colaborador, un hombre llamado Martín, que, unos meses antes, había hecho pedazos (literalmente) a un travesti, murieron con los cuerpos llenos de balas. Sara estaba convencida de que iba a morir, pero, de pronto, se vio en manos de la policía. No sólo estaba a salvo, pensó, sino que la aplaudirían por haber tenido el valor de arrojar la nota por la ventana. Gran error.
La policía la detuvo, se apresuraron a declarar en los medios de comunicación que era "la concubina del diablo" y cosas semejantes, y la llevaron a la sede del procurador de México DF, donde le ordenaron que confesara haber participado en el asesinato ritual de los 13 hombres hallados en el rancho. Cuando se negó a confesar -una y otra vez-, la policía hizo lo que suele hacer la policía mexicana en esos casos, la torturó. O eso dice ella. Lo cuenta con un dolor que se desprende de todos sus poros, y con un detalle que raya en la pornografía.
"Entonces empezaron los golpes", me dice, y los ojos se le llenan bruscamente de lágrimas. "Mientras me pegaban, uno de los policías me dijo que era una bruja y la amante del diablo. Luego me ataron a una silla, con las manos a la espalda. Eran muchos en la habitación". Ya no es la mujer dura, divertida y compuesta. Hace una pausa para recobrarse y se limpia las lágrimas, pero insiste en seguir con su historia. Por la ventana que está detrás de ella, como recuerdo de que, después de todo, no estamos en una agencia de publicidad, veo por primera vez los grandes trozos de alambrada que coronan el muro.
"Me agarraron por el pelo y me echaron sobre un colchón, y uno se rió y dijo: '¿Nunca te han cogido?', y yo pensaba: 'Esto no me está pasando a mí, no me está pasando a mí'. Uno me tocó el cabello y me dijo que, si hablaba, no me ocurriría nada, pero yo no podía hablar ni aunque hubiese querido, y entonces intentó tocarme entre las piernas y exclamó. '¡Te van a coger! ¡Te van a coger!' Me agarró y me envolvieron todo el cuerpo, o la mayor parte, con una venda, y entonces...", se detiene, solloza, respira hondo, "y entonces me arrancaron una uña del pie". Se descalza y me enseña que, en efecto, le falta la uña de un dedo.
Desataron sobre ella buena parte del repertorio de torturas de la policía mexicana. Entre gritos de "¡Ahora sí, cabrona, vas a hablar!", la quemaron con un cigarrillo. Le cubrieron el rostro con una bolsa de plástico y le introdujeron por la nariz agua efervescente sazonada con chile picante. "Me asfixiaba, grité para decir que no había hecho nada, que no había hecho nada, y ellos se rieron, me llamaron puta y dijeron que lo peor estaba aún por llegar".
Lo peor fue la tortura eléctrica. "Me mojaron entera y me pellizcaron en distintas partes del cuerpo, podía oír cómo se reían y decían que ahora iba a bailar, y entonces empezaron a darme descargas eléctricas, mi cuerpo se movía y se sacudía descontrolado, y entonces...".
Llora ahora sin parar, de forma convulsiva. Le digo que haga una pausa, que descanse. Le doy la mano. Al cabo de un minuto continúa.
"Luego sentí que me pellizcaban en el pubis y que me metían algo dentro, y me soltaron una descarga. Completamente dentro, y de pronto me di cuenta de que estaba saliendo humo. Estaba ardiendo. Tuve una sensación de descanso, paró el dolor y vi todo como en una bruma, y las voces se hicieron cada vez más distantes, y sólo recuerdo a alguien que decía: 'Ya basta, cabrón, has ido demasiado lejos...', y perdí el sentido".
Pero recobró el sentido cuando la despertaron los gritos, en las celdas vecinas, de los otros acusados, los otros hombres de la banda de Constanzo a los que habían detenido con ella. Lo siguiente que recuerda es el ruido de las cremalleras de los pantalones. "De pronto noté un cuerpo encima de mí, y luego otro, y luego otro, y me la metieron, y me escupieron, y me orinaron encima. Uno detrás de otro".
Después de la Procuraduría, la trajeron a la cárcel en la que nos encontramos, el Reclusorio Oriente, en la zona sur de ciudad de México. La mantuvieron incomunicada en una habitación. "Durante dos meses, dos semanas y cinco días", encadenada a una cama. Me muestra su tobillo. Efectivamente, 15 años después, sigue teniendo impresa en la carne la señal dejada por una cadena. En la habitación volvieron a golpearla, en busca de una confesión que ella se negaba a hacer, dice, hasta que la médico de la prisión, Irma García, se enteró de que estaba allí e, indignada, ordenó que la soltasen y la examinó.
"Me puso en la posición ginecológica. Tenía el pubis quemado y la parte interna carbonizada. La médica me vio y empezó a llorar. '¿Qué te han hecho? ¿Qué te han hecho?', decía una y otra vez. Luego me preguntó: '¿Cuántos eran?' Le respondí: 'Siete". Desde que la médico intervino y se encargó de que la llevaran al hospital y la operasen, dice Sara, en la cárcel la han tratado bien. Pero los siete policías que la torturaron no recibieron ningún castigo. Ni siquiera han sido acusados. "Algunos ya han muerto, según he sabido, pero todos los demás han ascendido". ¿Quiere mencionar sus nombres? "Los sé, pero no puedo mencionarlos". Quisiera, explica, pero no puede porque teme represalias, no tanto contra ella como contra su familia.
¿Es posible que me haya mentido? Las torturas que ha descrito hacen que, en comparación, las historias de lo que les hicieron los soldados estadounidenses a sus presos en la cárcel de Abu Ghraib, en Bagdad, no parezcan para tanto. Por otra parte, parece tener cierto instinto de actriz. ¿Será todo esto una escena increíblemente elaborada que me ha preparado?
Existen algunos factores que hacen pensar que no.
En primer lugar, es cierto que los policías mexicanos, poco familiarizados con los métodos laboriosos de investigación criminal de Hércules Poirot, suelen recurrir a la tortura como método rápido y eficaz de resolver crímenes. Lo que le pasó a Sara Aldrete sucedió hace 15 años, pero, a pesar de las grandes transformaciones políticas que se han producido, en este aspecto no parece que mucho haya cambiado. El último informe de Naciones Unidas sobre los derechos humanos en México dice, entre otras cosas, que, aunque el país ha firmado los acuerdos internacionales contra la tortura, ésta "es una práctica generalizada en México"; según Amnistía Internacional, a pesar de que la detención arbitraria y la tortura son prácticas generalizadas, en todo 2003 no hubo ni un solo funcionario público mexicano al que se acusara en ese sentido.
En segundo lugar, sus alegaciones de inocencia se apoyan en que las acusaciones contra ella estaban basadas en el testimonio de sus coacusados, que también fueron torturados. Asombrosamente, al dictar condena contra ella, el juez dijo de pasada -he visto el documento- que "no parece que haya participado de manera directa en la comisión de los delitos por los que hoy se le sentencia".
En tercer lugar, ha sido una presa modelo. Las pruebas documentales apoyan su afirmación de que no consume drogas, ha asistido a innumerables cursos, y se ha enseñado a sí misma y a otras presas inglés, yoga, pintura y muchas otras cosas. Escribe y pinta. Un ejemplo de cómo la respetan y la quieren -es la heroína del Reclusorio Oriente- se vio un par de días antes de que fuera yo a verla. Hizo una fiesta para "celebrar" sus 15 años de cárcel. "Tuvimos un pastel enorme y, música de baile, y participaron 600 presas, todo, por supuesto, con las bendiciones de las autoridades de la prisión".
Lo significativo de la tortura que Sara dice que le infligieron es que, aunque se lo hubiera inventado todo, aunque hubiera cometido la locura de reinventarse a sí misma como una especie de Juana de Arco mexicana, la historia que cuenta sigue siendo simbólica de lo que les sucede de forma rutinaria, año tras año y semana tras semana, a miles de mexicanos que -por la razón que sea- tienen problemas con la policía, que sucumben, sin poder evitarlo, a un sistema de justicia en el que el respeto a la dignidad de la vida humana es una de las últimas prioridades.
"Esto es como la Edad Media o la época de la Inquisición", me dice Sara al acabar nuestra entrevista, asqueada y enojada, profundamente frustrada, ya sin hacer bromas. "Como si yo fuera una bruja y pudieran hacerme lo que quieran porque no hay castigo suficientemente duro para los hijos de Satán. Y en este país hay muchos que están como yo. Ha cambiado el Gobierno, pero no la ley. Hay mucha gente en la cárcel, pero los policías culpables siguen en libertad. Los que me torturaron -los satánicos de verdad- están en la calle y yo estoy aquí, tratando de sonreír, todavía en pie, no sé cómo, pero pudriéndome por dentro".
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