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Ciencia recreativa
Columna
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Un paseo por el caos

Javier Sampedro

El físico teórico Martin Rosvall, de la Universidad de Umea (Suecia), ha transformado los planos de media docena de ciudades en redes matemáticas donde cada calle es un nodo y cada esquina un nexo. Una gran avenida con cien bocacalles se convierte en un nodo con cien nexos a otros nodos. Un callejón sin salida también es un nodo, pero con un solo nexo. Rosvall ha comparado estos mapas con una red aleatoria en la que los nodos también pueden tener cualquier número de nexos, pero siendo el azar quien decide qué nodo establece qué nexos. El resultado es que es mucho más fácil orientarse en la red aleatoria que en cualquier ciudad del mundo real. Cuando el urbanista es el azar, podemos llegar a cualquier calle preguntando una vez o dos. Si el urbanista es la Historia, tendremos que preguntar veinte veces. El físico y consultor editorial de Nature Philip Ball analiza con gran claridad el trabajo sueco en www.nature.com (13 de agosto).

Por supuesto, la cuadrícula de Manhattan y los modernos trazados de Seattle, Tokio o Bangkok son mucho más comprensibles que los cascos antiguos de Londres, Atenas o Estambul. El tipo de la foto de arriba, por ejemplo, vive en el centro de Madrid, y confiesa sus persistentes dificultades para encontrar la droguería de Amaniel esquina Noviciado. Pero incluso Manhattan es más difícil que la red aleatoria. La modernidad no garantiza la transparencia: cualquier vecino de Aluche, un barrio seminuevo de Madrid donde las calles hacen esquina consigo mismas, habrá sido bombardeado a preguntas por los taxistas que no logran encontrar el número 824 de la calle de Illescas, que puede estar en cualquier sitio menos al lado del 822. ¿Cómo hemos podido hacer las calles tan mal?

El noroeste de la Península ofrece un buen modelo para estudiar el origen de las calles. Hace 20 siglos estuvo plagado de castros prerromanos. Sólo en Asturias se han hallado 250 de esos asentamientos. Según un erudito artículo de Franjo Padín (abrir ciberjob.org y pinchar Pandora y después Arqueología), los castros, al menos en Galicia, solían organizarse en barrios, conjuntos de edificaciones que acogían a una familia en sentido amplio y se componían de un recinto circular con hogar y utensilios domésticos y una serie de almacenes, graneros, talleres y comedores de planta diversa. Un patio daba acceso a todas las estancias. Si uno mira el mapa de un castro, lo que más le impresiona es la ausencia de calles. Los barrios parecen apiñados sin resquicio y en completo desorden, y sólo están comunicados por estrechas veredas, si se exceptúa la circunvalación anexa a la muralla.

En ésas estábamos cuando llegaron los romanos. Los castros se mantuvieron, pero les empezaron a salir grandes ejes viarios que atravesaban la población de un lado a otro, y redes ortogonales de bocacalles para dar acceso a cada vivienda. Era el primer paso para aglutinar a varias aldeas en una sola población grande, con algunos castros reservados a los mineros y otros a los metalúrgicos, a los funcionarios o al servicio de mantenimiento de los canales. Redondeando esa inyección de modernidad, la presión fiscal empezó a subir como la espuma en el siglo II. Hispania iba ya camino de convertirse en una residencia para militares jubilados, y convenía tener las aceras adecentadas. Las ciudades acabaron creciendo sobre esas antiguas coaliciones de castros, y alguna seguirá llevando en su trazado los residuos de aquella lógica preurbana.

Gracias a Rosvall, hoy sabemos que los romanos podían haberlo hecho mejor. Si hubieran dejado que los castros crecieran a su aire, el azar habría ordenado las calles con más sentido común que sus famosos ingenieros. Y de Aluche mejor hablamos otro verano, que ahora tengo que ir a la droguería y me va a llevar un buen rato.

LUIS F. SANZ

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