Baremboim contra el infierno
Jueves 29 de julio, 20.30 horas. Puente de Triana. En la lejanía se adivinan grises y tenebrosos resplandores que nos acercan la tragedia del incendio más devastador de los últimos años en nuestra tierra. A pesar de lo tétrico del espectáculo de la vida arrancada a jirones, nadie mira. Todos siguen su camino hacia la otra orilla. Media hora más tarde, en el teatro Maestranza, el maestro Baremboim comienza a modelar a Beethoven desde lo más íntimo, desdoblándose, como un mago, en solista y director. Es el preludio a una noche intensa de contacto con lo más fascinante del ser humano: su inmensa capacidad de crear y recrear la belleza en estado puro.
A pocos kilómetros, la naturaleza se esfuma como si fuera papel. Con ella se van para siempre los sueños, los recuerdos, los senderos y los paseos de atardecer, el presente, el futuro, la forma de vida, los vuelos de las aves, las huellas de los animales, la cultura de generaciones de paisanos... Desaparecen también dos seres humanos, unidos al trágico destino... Toda la maravilla de un pulmón que se fue forjando en cientos de años, se nos escapa de las manos en un suspiro. Ya veníamos tocados por la Costa Oeste de Galicia, por Aznalcóllar, por Portugal, y por tantos y tantos zarpazos más o menos lejanos, y ahora otra vez, a las puertas de casa y de nuestras conciencias.
Termina Beethoven, con el maestro acariciando el piano, pleno de dominio y emoción. Llega Tchaikovsky, músico fascinante y atormentado. Su quinta sinfonía es un prodigio de fusiones entre la nostalgia y la pasión. Baremboim exprime los más delicados matices y sonoridades de su orquesta, para inyectarnos los esenciales deseos de paz y comunicación hacia dos pueblos enfrentados por ancestrales odios. En la frontera entre Sevilla y Huelva arde la desolación junto a un enorme trozo de maravillas que nuestra generación no volverá a paladear nunca más. Mientras, Tchaikovsky sigue sobrecogiéndonos, magistral y apasionado. Seguramente el maestro ultimaba la joya que nos iba a elevar a la gloria, al tiempo que algún terrorista, más o menos ingenuo, planeaba un penoso descenso a los infiernos. Casi en paralelo, alguien había erigido un monumento a la creación y otro alguien había rendido culto a la destrucción más salvaje.
En nuestra sociedad poseída por el frenesí de la técnica y los sistemas de comunicación, la conciencia parece detenida hace tiempo, y el medio ambiente es demasiado sensible como para no notarlo en sus raíces, que son las nuestras. Termina el concierto. El teatro de La Maestranza se viene abajo en aplausos, por tanta belleza desgranada en un momento. A poca distancia, también se derrumban miles de árboles centenarios. En un mismo instante, coinciden los cuchillos clavados en la mirada y la memoria, y se despliegan frondosos parajes a través de la música. Puede que pronto esa bendita música sea lo único que nos quede, aunque no sé si soy yo o Tchaikovsky el que piensa ahora. Acaba el concierto con Sibelius y su delicioso Vals triste.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.