El humanismo más allá de la música
Claudio Abbado, Maurizio Pollini y la Orquesta del Festival han unido sus fuerzas para ofrecer en Lucerna un intenso concierto con obras de Beethoven y Mahler
Tiene la actual edición del Festival de Lucerna como lema la palabra Freiheit (libertad), y a explorar las relaciones entre música y libertad dedica una buena parte de sus conciertos, de forma más o menos evidente como en Fidelio, de Beethoven (con Barenboim), el Canto de los prisioneros, de Dallapiccola, Il canto sospeso, de Nono, la ópera de niños Brundibár, de Hans Krása, o las sesiones de freejazz, hasta planteamientos más sutiles en los que intervienen en primer plano artistas para los que la libertad ha sido uno de los motores de sus trayectorias musicales. Es el caso de los Abbado y Pollini y, cómo no, de una orquesta que se ha creado desde la solidaridad sentando en sus atriles, al lado de jóvenes de medio mundo, a solistas de postín que han bajado a un trabajo de base con una postura admirable de humildad.
Ni el perfeccionismo de la ejecución era un factor dominante; al fin y al cabo esa búsqueda de la perfección no es sino un punto de partida
Abbado y Pollini tienen mucha historia en común a sus espaldas. Y ahora que están en la cumbre de sus trayectorias artísticas no está de más recordar su compromiso en la popularización de la música con conciertos en fábricas y charlas divulgativas en la Emilia Romagna, cuando el comunismo suponía en Italia la esperanza de un mundo mejor y más igualitario. No olvidan su pasado los dos músicos milaneses y, con bastante frecuencia, se comprometen todavía con causas humanistas que van más allá de la música. Son amigos, además. Desde estas perspectivas, un concierto para piano y orquesta como el cuarto, de Beethoven, adquiere un sentido especial, de un signo diferente a cuando lo hicieron con el acompañamiento de la Filarmónica de Berlín hace unos años. Beethoven representa por otra parte un exponente de la cultura de un cambio de siglo. Como Mahler 100 años después. La búsqueda de otra concepción estética -y ética- determina en esta ocasión hasta la concepción del programa del concierto. Y en otro plano determina también la filosofía del Festival de Lucerna, que tiene este año a los dos italianos y a Boulez, dirigiendo la Academia de Música Contemporánea, como su trío fundamental de artistas.
Ya la calle era una manifestación. Hasta la estación de ferrocarril llegaban las personas con carteles reclamando una entrada sobrante. Vana esperanza. Desde los primeros compases del allegro moderato se apoderó de la atmósfera una extraña sensación de serenidad. Ni siquiera el perfeccionismo de la ejecución era un factor dominante. Al fin y al cabo, esa búsqueda de la perfección es un punto de partida necesario, pero nada más. La música volaba en un deseo de compartir su carácter efímero y se asentaba en un humanismo moderno desde su poso histórico. Ni el pianista ni la orquesta se decantaban por el más mínimo exhibicionismo, como si la madurez interpretativa fuese un asunto cotidiano. Y eran precisamente los aspectos reflexivos, dolientes, sosegados, los que se metían hasta el último poro y continuaban en la memoria horas después en un intento inútil y desasosegante de retener la belleza del tiempo. Inolvidable.
La marcha fúnebre del comienzo de la Quinta, de Mahler, en un diálogo lúcido y cara a cara con la muerte, que se repetiría después en el célebre adagietto, indicaba con claridad la evolución de Abbado en la comprensión de esta obra, si se compara, pongamos por caso, con su lectura al frente de la Filarmónica de Berlín en el insólito festival Mahler de Amsterdam de 1975, en homenaje a Mengelberg. Los juegos de contrastes, la combinación de melodías populares y pasajes atormentados, los distintos niveles de la narración, en cierto modo novelística, de la sinfonía están ahora más en función de una profundidad interior sin ningún tipo de concesión a la brillantez del sonido por el sonido y a la pericia de la orquesta. Ésta toca maravillosamente, desde luego, con una cuerda cálida y densa, y con un viento en el que se lucieron los solistas de trompa y trompeta, pero, sobre todo, la sensación que transmite es la de compenetración total con el director en el concepto y en la forma de sacarlo a la luz. Más de 10 minutos permaneció el público en pie aclamando al maestro y a sus músicos, con lluvia de flores desde las galerías y una rosa entregada en mano por una espontánea a Abbado, que éste a su vez regaló a la veterana y excelente violonchelista Natalia Gutman, la cual había tocado con el entusiasmo de una dieciochoañera. Qué emocionante, de verdad.
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