El templo de Pyrros
El pueblo heleno rinde culto a la halterofilia y a sus practicantes, verdaderos héroes populares
"Los atenienses no son tontos", dice el taxista, "y cuando llega agosto se van a la playa de vacaciones ". Los atenienses, en efecto, huyen de Atenas, la caldera, en agosto. Y los que no pueden se van a ver la halterofilia. A los griegos, como a los turcos, los albanos, los armenios y los búlgaros, les gusta la halterofilia, la celebran, y por ello a nadie en Atenas le extraña que una de las grandes obras olímpicas sea un pabellón de 5.000 asientos, gradas en anfiteatro, dedicado a festejar el levantamiento de pesas. Y a nadie extraña tampoco que dicho pabellón, plantado en medio de una desolación de rocas y árboles en la colina de Níveas, registre llenos cotidianos durante los Juegos. Público vocinglero, popular, culto, entendido, emocionado, que a duras penas se pliega a las estrictas reglas del comportamiento olímpico. Pero, cuando llega el momento, cuando la speaker anuncia que el deportista va a intentar levantar las pesas, el silencio no lo rompe nadie.
"Los levantadores son los deportistas más veloces", afirma el médico Julián Álvarez
Hay tanto silencio que se oye la concentración del levantador, su dolor. "El encanto de la halterofilia es que es el deporte en el que se exhibe la máxima potencia, que es la fuerza por la velocidad", dice Julián Álvarez, quien, antes de ser médico de Estudiantes, lo fue de la federación de halterofilia y también practicante del levantamiento de pesas. "Pese a las apariencias, es un deporte en el que no gana el más bruto, sino el mejor, el más técnico, el más rápido. Los levantadores de pesas son los deportistas más veloces. Si hubiera carreras de 30 metros, las ganarían ellos. Tienen unas piernas increíbles. Hay levantadores que miden 1,60 metros y son capaces de machacar el balón en una canasta de baloncesto".
"La halterofilia, como el boxeo, es un deporte de pobres. Siempre ha sido practicada por grupos sociales marginales, que ven en ella una forma de salir de su estrato", dice Álvarez; "y la halterofilia tiene también mala prensa, una leyenda negra, porque, al ser un deporte de pura fuerza, ha sido presa de prácticas dopantes extendidas. Los países del Este usaron testosterona sin parar y la ensuciaron".
Albaneses son los trabajadores que levantaron el pabellón de Níkea, el estadio y la Villa Olímpica y las autopistas que rodean Atenas. Leonidas Sampanis, como ellos, emigró, huyó de la pobreza de Albania, pero, a diferencia de los trabajadores, que viven y mueren entre la indiferencia de los griegos, fue acogido como un héroe. El lunes ganó la medalla de bronce. Pero el culto a Sampanis no es nada comparado con Pyrros Dimas. La leyenda quiere que un día, a primeros de los años 90, Pyrros Dimas, de ancestros griegos, acompañado de su perro y con su cinturón de levantador como todo equipaje, atravesara andando las montañas y los valles que separan Albania de Grecia. Se estableció en Atenas y se convirtió en un mito. Un estadio junto al monte Olimpo ha sido dedicado en su honor. El pabellón de Níkea es su templo.
El taxista sube el volumen de la radio. "Vaya", informa, "parece que Dimas se ha abierto una muñeca". El sábado, Dimas, 1,74 metros, 85 kilos, 33 años, se enfrenta a la última prueba de su particular lucha de convertirse en el Hércules absoluto. Medalla de oro en Barcelona 92, Atlanta 96 y Sidney 2000, si repitiese el triunfo en Atenas, se convertiría en el primer levantador que ha ganado cuatro títulos olímpicos consecutivos. Pero su muñeca abierta puede acabar con sus esperanzas, con los sueños del pueblo griego. El taxista sigue oyendo la radio. Después se ríe. "Ha hablado Dimas", informa, "y dice que, si cuando le operaron de una rodilla en abril había prometido que levantaría el peso en Atenas aunque fuera con una sola pierna, ahora será capaz de ganar el oro aunque sea con una sola mano".
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